Las lecturas de este domingo nos hablan de gritos. Hay gritos de alegría como el que menciona el profeta Jeremías: “Griten de alegría por Jacob, regocíjense por el mejor de los pueblos” (Jer 31. 7). También hay gritos pidiendo auxilio como el de Bartimeo, que “al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Mc 10, 47).
Queda claro que a Dios le gusta oír los gritos de su pueblo y de los pobres, en cambio, al demonio le molesta que gritemos a Dios y procura cortar la comunicación con Él. Aquellos que en el evangelio mandan callar a Bartimeo, son en verdad servidores del demonio.
Cuenta la leyenda que “Un día el diablo se fue de inspección para ver cómo rezaban las personas. Era un tema que le interesaba porque la experiencia le había enseñado que la oración era de vital importancia para su trabajo. Su gira fue breve y satisfactoria porque las dolientes oraciones eran del todo inocuas y porque las personas que rezan son menos que las moscas blancas.
Estaba regresando contento a casa cuando descubrió, en un campo, a un labrador que gritaba. Ávido por saber qué pasaba, se escondió detrás de un árbol y se puso a escuchar. El hombre estaba discutiendo violentamente con Dios: le hablaba sin ninguna consideración, y le decía barbaridades… El diablo se quedó vivamente interesado en un principio, pero luego comenzó a reflexionar y aquello no le gustó nada.
Mientras andaba en estas cavilaciones pasó por allí un sacerdote, quien dirigiéndose al campesino le dijo: Buen hombre, ¿por qué razón te comportas así? ¿No sabes que insultar a Dios es pecado? Reverendo, responde el hombre, si me enfurezco con Dios es porque creo y porque le siento cercano; si le digo lo que siento es porque lo quiero mucho; si grito es porque sé que me escucha. Tú deliras, dijo el sacerdote alejándose. Pero el diablo, que sabía más que el sacerdote, se fue muy alarmado: había descubierto a un hombre capaz todavía de rezar”.
El libro de Jeremías, también conocido como el libro de la Consolación pone en labios del pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación de Jerusalén y del templo, y por la deportación a Babilonia, un grito de esperanza: “Griten de alegría por Jacob, regocíjense por el mejor de los pueblos; proclamen, alaben y digan: ‘El Señor ha salvado a su pueblo, al grupo de los sobrevivientes de Israel” (Jer 31, 7 – 9). Podemos decir que todos los pueblos, los grupos humanos, las comunidades que viven situaciones como las del pueblo de Israel, y gritan a Dios, experimentarán la fuerza de la ternura del Señor. Él es un Padre para Israel, y para todos los pueblos y está dispuesto a cuidar de él como su primogénito.
Bartimeo representa a todas las personas pobres que piden limosna en los caminos, que sufren enfermedades, injusticias, desarraigo de sus pueblos y de sus culturas, los que están privados de la libertad, las personas víctimas de la violencia, y todos aquellos a quienes se les ha violado su dignidad. Pero este ciego hace algo que lo va a salvar; grita fuertemente al Señor; y aunque lo regañan por atreverse a gritar, su voz llega al corazón de Jesús. Para el Señor, esos son los hijos predilectos del Padre celestial. Dios es luz y creador de la luz.
El ser humano está hecho para ver la luz. Jesús quiere que el hombre caído se ponga de pie, que el que es callado por sus hermanos grite con fuerza a Dios, que el que es tenido como desechable reclame su dignidad. Jesús quiere oír la voz de sus hijos. Quien se ha puesto de pie, y ha hablado con Jesucristo cara a cara, quien ha sido escuchado y atendido por el Señor, ahora puede irse en paz porque su fe lo ha salvado.
El ciego hace un gesto maravilloso después de haber sido escuchado y curado por el Señor. Ahora se va detrás de Jesús. Bartimeo es símbolo de la Iglesia que debe caminar detrás del Maestro. Eso es lo que estamos invitados a vivir con el Sínodo al que la Iglesia nos invita a participar; quienes han sido marginados o silenciados deben ponerse de pies, gritar y caminar como comunidad de hermanos siguiendo a Jesús.
Nuestra iglesia, como madre, debe sentarse a escuchar a sus Hijos, lo mismo que hizo Jesús con Bartimeo. Estamos invitados a imitar a Bartimeo, es decir, a caminar tras de Jesús, porque como nos recuerda la carta a los Hebreos: “Todo sumo sacerdote es un hombre escogido entre los hombres y está constituido para intervenir en favor de ellos ante Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. Por eso, así como debe ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo, debe ofrecerlos también por los suyos propios” (Hb 5, 1 – 6).
En este día de las misiones gritemos a Dios, envía trabajadores a su mies. Cada uno desde su necesidad, grite a Dios, y él sabrá escuchar, porque a Dios le gusta el grito de los pobres.
Vicario Apostólico de San Andrés y Providencia