A pesar de que frecuentemente afirmamos que Colombia tiene la democracia más antigua de América, lo que indicaría que somos un país donde se defiende la soberanía del pueblo de elegir y ser elegido de manera libre bajo el imperio de la ley, el ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales, la realidad es otra.
Cuando se avecina el día D, donde los colombianos tendrán la responsabilidad y el compromiso histórico de escoger a los gobernantes que regirán sus destinos y liderarán la hoja de ruta que pueda brindar a sus territorios la satisfacción de sus necesidades básicas insatisfechas, que les permita soñar con un mejor futuro y el bienestar de su gente, encontramos problemas de inseguridad e intimidaciones a los diferentes candidatos.
Los candidatos han sido víctima de amenazas. Su libertad, integridad y vida están en vilo toda vez que se encuentran en la mira de los grupos violentos, lo que convierte el ejercicio político en un gran riesgo, limita el proselitismo y la misma democracia.
El problema no solo es responsabilidad de los actores armados, en muchos casos es consecuencia de los mismos políticos y grupos de simpatizantes, que desvían lo que debería ser un debate de ideas y soluciones a una guerra campal, donde reina la injuria, la calumnia y los ataques sin importar que con este actuar incentiven a la animadversión, fanatismo y violencia.
En la actualidad es difícil encontrar campañas que centren su proyecto político en conseguir el sentir y apoyo popular por intermedio de sus propuestas o visión de su territorio, por el contrario pretenden convencer y atraer electores denigrando de sus adversarios políticos. La campaña la convierten en una guerra sucia, donde la prioridad es desmeritar, ultrajar y ofender a su opositor, antes que resaltar sus cualidades, capacidades y aptitudes para regir los destinos de su terruño
Es hora de cambiar la historia política del país, de fortalecer la democracia y retomar el debate de ideas. Debemos acabar con la violencia política, con la guerra de insultos y artimañas. Hagamos de la política el arte de servir, no de destruir, donde el constituyente primario pueda elegir al mejor líder para que los gobierne, porque debemos tener siempre presente que al que elijamos tendrá el poder suficiente para cambiar de manera positiva o negativa el destino de nuestra patria chica y su gente.
Somos parte activa y vital de este proceso democrático. Podemos influenciar y exigir a los candidatos prudencia, respeto, valores éticos y morales que consientan encaminar una contienda política sin agresiones y estigmatizaciones, permitiendo que la argumentación, armonía y planteamientos derroten el enfrentamiento, la polarización y la descalificación, logrando que la armonía y paz se conviertan en una bandera fundamental de este proceso.
No levantemos el dedo acusador los unos contra los otros, defendamos nuestras preferencias políticas pero sin indisponernos, sin desviar nuestra atención de lo más importante el progreso: el desarrollo y bienestar de nuestra gente. Para ello es necesario no dejarnos encausar en divisiones o discrepancias que nos impidan garantizar un futuro mejor y próspero.
Anhelamos la paz, la reconciliación y unión del pueblo para así vivir en un mejor país. Reconstruyamos el tejido social, erradiquemos la corrupción, permitamos que la inversión nos mejore la calidad de vida y nos brinde bienestar para todos. Para ello es necesario combatir la violencia y resentimiento político, solo así dejaremos ser una pieza de esa estrategia reiterativa del “divide y reinarás” que busca enfrentarnos para que no exijamos y reclamemos nuestros derechos