ALEJANDRO DURÁN: EL REY ETERNO DE LA MÚSICA VALLENATA- Por: Ramiro Elias Alvarez

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«El legado de Alejo Durán, ese gran maestro, nunca morirá porque en sus canciones con sabor a pueblo y a mujeres bonitas dejó las huellas de un hombre bueno, sincero y de un carisma inigualable»: Gabriel García Márquez (escritor y periodista colombiano).

La música vallenata es inspiración, expresa declaraciones de amor, aflicciones del corazón, momentos de recordación, de exaltación y, en algunos casos, algo de picaresca. Es un arte que trae alegría a los corazones y nos enseña a meditar, valorar y a expresar muchas veces sentimientos y emociones que tenemos reprimidos.
En la historia del vallenato propiamente, un montón de músicos han aportado su propio toque personal y estilo, contrario a lo que vemos hoy en día: como la manifestación musical más auténtica de nuestra tierra y carta de presentación ante el mundo.
En la hacienda denominada «Las Cabezas» ubicada en jurisdicción del municipio de El Paso – Cesar, propiedad de la familia Gutiérrez de Piñeres, originaria de Mompox – Bolívar, fue donde se propició el desarrollo musical del gran juglar de la música vallenata, Alejandro Durán Díaz, quién llegó a esta existencia el día miércoles 9 de febrero de 1919, en el hogar conformado por Náfer Donato Durán Mojica y Juana Francisca Díaz Villareal.
Allí cerca a los ríos Cesar y Ariguaní, en medio de cantos de vaquería y de tamboras, fue creciendo este varón fornido, humilde y trabajador en medio de un ambiente festivo y musical, dado que sus padres, al igual que la mayoría de los moradores de ese lugar, conformaron una mezcla étnica muy singular, donde se fueron incorporando, costumbres, tradiciones, gastronomía, música, religiosidad de personas que fueron llegando de las Islas Canarias españolas, africanos carabalíes y el aporte de los indígenas chimilas, produciendo con ello una forma muy particular de convivencia, que se comenzó a reflejar en sus hábitos cotidianos, pero en particular en esa sonoridad para componer y cantar, al son de tambores y acordeones.
El Paso era un pueblo que parecía como si estuviese siempre de carnestolendas por el ambiente alegre y bullanguero de sus moradores, donde los hombres y mujeres se integraban para dar rienda a sus sentimientos de alegría, con danzas, cantos de tamboras y vaquería con instrumentos de percusión, acompañados de acordeonistas ya reconocidos y de gran valor.
Después de lo anteriormente expuesto podemos concluir que la vena musical del «Negro Alejo», como cariñosamente lo llamaban, es heredada de sus antepasados, quienes junto a su abuelo paterno, un músico conocido de nombre Juan Bautista Durán Pretelt, su padre Náfer Donato, acordeonista y su madre Juana Francisca, cantaora y bailadora de ritmo de tambora, abrieron la trocha para que él y sus hermanos conformaran una de las familias musicales más representativas de la música vallenata: Los Durán. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Alejo estaba predestinado para continuar con ese legado artístico y musical.
Su hermano mayor, Luis Felipe Durán Díaz, su tío Octavio Mendoza, gran acordeonista de la época, considerado por algunos investigadores como, un merenguero por excelencia, y su amigo Victor Julio Silva lo influenciaron de manera sustancial en la ejecución del acordeón: instrumento con el cual logró una afinidad absoluta, sintió que algo había en su corazón, y eran esos sonidos emanados de ese instrumento mágico y embrujador, como se diría en el argot popular: fue «amor a primera vista»
Durán Díaz fue un músico autodidacta o empírico, como la mayoría de los contemporáneos a su época, que fueron poco a poco, forjando un estilo propio, no sólo en la ejecución del acordeón, también en la composición y en el canto; eran artistas con impronta propia.
El lugar, el tiempo y el espacio, en que el «Negro Grande» se fue desarrollando, le sirvieron para nutrirse con la magia bucólica de esos bellísimos paisajes, donde se comenzó a gestar su fulgurante figura, quien a pesar de haber recibido el llamado celestial de la música después de dos décadas de su nacimiento, ya con la mayoría de edad, pero que lo llevaba en su sangre, desde que fue concebido por sus padres, oficio al que se dedicó por el resto de su vida, hasta que el creador lo llamó a rendir cuentas el día miércoles 15 de noviembre de 1989 en la capital del departamento de Córdoba, Montería. Como cosa curiosa nació y murió un día miércoles. Sus restos reposan en Planeta Rica – Córdoba, lugar que eligió como su tierra adoptiva, donde se convirtió en su hijo más ilustre.
Habiendo dado sus primeros pasos fue poco a poco reafirmando su estilo original que se caracterizó por una nota pausada, sin aceleres, exquisita, sencilla y con énfasis en unos bajos sonoros marcantes o de acompañamientos con los que adornaba sus bellísimas y mágicas melodías respaldadas por su voz fuerte, clara, melodiosa, con acento profundo y nostálgico, así como por las muletillas que siempre acompañaron sus interpretaciones y que hacen parte de su sello característico: «¡OA!», «¡APA!», «¡SABROSO!», lo cual lo acompañó a lo largo de su fructífera carrera musical y que le valió ser conocido como una figura del folclor colombiano, pues con su acordeón al pecho recorrió pueblos y ciudades de la Región Caribe dejando una huella imborrable. Siendo un hombre andariego y recorrido jamás se apartó de su personalidad bonachona, de estirpe campesina, sin dobleces, bondadoso y franco en todo, donde la palabra tenía más valía que un papel firmado.
Habiendo dejado las faenas agrícolas y ganaderas a un lado, con 24 años de edad comenzó a soñar con su trasegar en la vida musical, ya que en ese momento el acordeón se había convertido en su más fiel compañero, y es cuando decide salir de una vez por toda de su adorado terruño para dar a conocer su música y talento, algo que caló muy fácil y rápido en sus nacientes seguidores por donde quiera que se presentaba; porque aparte de sus dotes artísticos, tenía un carisma arrollador y seductor ante el que sucumbían todos los que escuchaban las notas mágicas y sonidos embrujadores que brotaban de su instrumento bendito. Su estampa de ébano, recia, imponente, hacía que su presencia nunca pasara desapercibida.
Después de varios años recorriendo diversos pueblos del caribe colombiano en sus famosas «corredurías» de largos meses llega a la ciudad de Barranquilla donde cristalizó uno de sus sueños: la grabación de su primer disco, en el año 1950, titulado «GÜEPAJE», paseo vallenato conocido también como «LA TRAMPA». A partir de su llegada a la pasta sonora su figura alcanza una dimensión impresionante y se consolida musicalmente con su estilo auténtico, único e irrepetible, con el que empieza a diferenciarse cada vez más de sus compañeros de oficio, no solo en la interpretación de su acordeón y voz, sino porque ya no solo se limitaba a relatar los sucesos que acontecían en los pueblos como lo hacían los demás Juglares de su época, más bien las adornaba con su criterio personal. Había pasado de lo meramente anecdótico a un mensaje más directo, contundente y profundo; su percepción del amor y las mujeres, el entorno natural que lo rodeaba, junto con la mirada filosófica de la vida, fueron los temas más frecuentes en el «Negro Durán» en su rol de compositor.
La consagración como el primer Rey Vallenato en el año 1968 le empieza a dar mucho más prestigio a la música vallenata, porque encontraron en el «Rey Negro» al más digno representante de esta expresión musical y cultural ya que encarnaba la figura del Juglar y músico completo (cantante, compositor y acordeonista), además de ser querido y casi que venerado por propios y extraños.
Ese mismo año de 1968, fue seleccionado para asistir a los Juegos Olímpicos en México y representar a Colombia en unas Olimpiadas Culturales, celebradas simultáneamente, frente a delegaciones de otros países alzándose con la medalla de oro, por sus maravillosas presentaciones musicales de nuestro Caribe colombiano, que emocionaron a los asistentes, motivo que sirvió para que fuese invitado a otros países, como Estados Unidos, donde se consagró frente a una multitudinaria asistencia en el Madison Square Garden de la ciudad de Nueva York .
Fue un Juglar que no solo interpretó sus propias creaciones, también lo hizo con obras musicales de autores de gran renombre como: Leandro Díaz, Rafael Escalona, Julio Erazo, Juancho Polo, Tobías E. Pumarejo, José Barros, Germán Serna, entre otros y lo hizo con mucha altura y calidad porque sabía imprimir con su voz y acordeón un dejo tan especial y repleto de mucho sentimiento; es decir, era capaz de sentir, vivir y transmitir el mensaje de la canción como si hubiera sido el protagonista de la historia plasmada en la letra.
Se caracterizó por ser un músico versátil que interpretó otros aires musicales, como: cumbia, porro, paseaíto, chandé y la creación de otros aires como «el porrocumbé»: fusión de porro y merecumbé, también fueron muy famosas las adaptaciones que hizo de ritmos de tamboras a música de acordeón, las que desde niño le escuchó cantar y vio bailar a su progenitora, tales como: «La candela viva», «Mi compadre se cayó», «Dime con quién andas», «Volá pajarito», entre muchas más.
El maestro Alejandro Durán fue un hombre auténtico que nunca se apartó de su idiosincrasia de origen raizal y campesino, y por donde quiera que se desplazaba siempre portaba su sombrero vueltiao, símbolo del pueblo sabanero que lo acogió con los brazos abiertos.
El hecho de haber viajado y recorrido ciudades grandes en su tierra y el exterior, jamás afectó su trato deferente y amable, siempre con esa sonrisa que iluminaba su rostro, y un cariño inmenso para sus contertulios. Siempre luchó por defender la autenticidad, nunca se envanecía ni vanagloriaba de sus éxitos, ni exigía grandes sumas de dinero, sino que lo dejaba a consideración de quienes solían buscarlo, lo que ellos estimaran. Tampoco discriminó a nadie, se consideraba un hombre común y corriente a pesar de la grandeza que encerraba, sin ínfulas de nada, solo cantando y tocando las historias, tal como las veía y sentía en su vida cotidiana.
La alegría y espontaneidad le brotaban constantemente, era algo común en él, y siendo un músico de un trajín agitado de fiestas y parrandas, nunca se le veía consumiendo licor alguno, ni siendo insolente en sus palabras, ni le afectaba su popularidad, por el contrario era de una sencillez impresionante, respetuoso con sus semejantes.
El maestro Alejo dejó un legado musical incalculable, por lo que hoy sigue siendo para muchos uno de los más grandes juglares del folclor vallenato de todos los tiempos, quien le dio la dimensión histórica a esta expresión musical provinciana que es orgullo de nuestra tierra.
Hoy por hoy se pueden escuchar sus notas sublimes, mágicas y seductoras, por medio de las distintas plataformas digitales y canales de difusión y en los festivales vallenatos que hacen a lo largo y ancho del país y en otros, como EEUU y México.
Hoy cuando celebramos otro año de su natalicio valoramos cada día los más de 40 de vida artística y más de 100 trabajos discográficos que nos regaló para la historia.
El día que su corazón dejó de latir hubo un silencio total, como si Alejo transmitiese un mensaje, de no bullicio, ni alharaca de ninguna índole, a diferencia de aquellos ídolos mediáticos de barro, figurines cuyo narcisismo no los deja ver sus propios errores, mientras sus conmilitones lo alaban y no les permiten ver su realidad, como se observa casi a diario con muchas figuras de papel.
Cuánta falta nos hace el maestro Alejandro Durán Díaz, porque este juglar se ganó el respeto y la admiración, de toda una generación que apreció la creatividad y la originalidad de alguien que cantó con su «Pedazo de acordeón», canciones evocadoras que llegaban hasta lo más profundo del alma, razón por la cual el pueblo lo erigió como «el Rey Eterno de la música vallenata».


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