Para esta nota, quise escribir acerca de los abogados y jueces que hoy están en las noticias por causa de los delitos del expresidente Uribe que todavía no han podido judicializarse debidamente. Y quería hablar especialmente de aquellos específicos doctores de la ley que, en función de ganar sus casos y dinero, descuentan la ética y pervierten la justicia. Sin embargo, en dicha tarea me encontré con un pasaje del libro Los Viajes de Gulliver, que me distrajo del tema previsto y me conminó a escribir sobre la función social del arte, que pareciera muy distante de muchos jueces y abogados.
En efecto, una de las valoraciones que tardíamente se le reconoció al arte, es sin duda su función social. Si el arte no la tuviera, si careciera de ella, entonces el ejercicio del artista sería una suerte de confesión en el espejo o una experiencia tan secreta que no podría confiársela ni siquiera al mismo espejo. En tal suerte, los frutos artísticos no tendrían existencia y como los malos pensamientos nadie sabría de ellos.
No obstante, la función social del arte –que naturalmente remite a colectividad- significa la exteriorización de una experiencia emotiva y cognitiva de un solo individuo. Pese a ello, la función social del arte se materializa cuando el artista comparte sus creaciones con los otros miembros de su comunidad, con sus seres más cercanos, y hasta con los más lejanos, si consideramos que la comunicación es como una onda que se propaga.
Por eso hoy no se escribe para sí mismo, sino para todos, o mejor, ya no se escribe para la aldea, sino para la humanidad. Aun así, el concepto unipersonal del arte, perdura; porque el arte como oficio, como actividad del hacer, no ha podido concretarse con éxito cuando intervienen en ese hacer más de dos manos. El método de la creación colectiva del teatro, los movimientos plásticos de arte comunitario y los conciertos de piano a dos manos, no han dado mejores resultados en eso de visibilizar una situación de injusticia o de inseguridad social.
El arte es unipersonal; pero la función del arte traspasa el beneficio individual, traspasa al sujeto que escribe e imagina, y por medio suyo, sus obras cubren también las necesidades existenciales que por estar ligadas a nuestra necesidad de sobrevivencia nos resultan comunes. De ahí que, advertida la función social del arte, los artistas rehuyeran de la mímesis, de la réplica pasiva de la realidad (exceptuando, por supuesto, a los hiperrealistas, que no siendo imitadores son quienes más se les parecen).
Aun así, en su función social, el arte puede ser también imitación. Los paisajes, las réplicas de marinas y panorámicas, por ejemplo, nos sirven para llevar emociones de un lugar a otro: para ver la nieve en medio del desierto, para gozar de un paisaje de primavera en el más cerrado y crudo de los inviernos.
Con la advertencia de la función social, también entró en declive el arte entendido como representación. La representación es descontar el esfuerzo de imitar la realidad escogiendo el camino más corto, aunque el largo y tradicional simule un regalo de la naturaleza. Ese camino que nos acorta el rumbo es el de la abstracción: la abstracción es descontar sobreentendidos.
La representación sirve para restarle monotonía al paisaje imitado y no ver otra vez, y otra y otra, el mismo sol sobre el mismo mar y los mismos barcos. Con la representación, la insinuación de unos triángulos, por ejemplo, sin que estos lleguen a ser siquiera las formas de unas velas, puede percibirse como la figuración de barcos completos. La representación del paisaje elimina lo imitativo y privilegia lo que finalmente termina siendo pura forma e imaginación.
La función social, aunque parta de esas elementales experiencias básicas de las artes; es decir, de la sola emoción contemplativa (la imitación) o de la sola emoción plástica (la representación abstracta) siempre refiere los asuntos del hombre y sus preocupaciones en cuanto ser social. Si no hallamos en los cuadros ajenos nuestras propias emociones, si no vemos a nuestros semejantes tallados en las esculturas o descritos en las páginas de las novelas, si no experimentamos realidades que podamos vivenciar, como el ritmo de la música; entonces no habría en esas piezas observadas, leídas o escuchadas, ninguna experiencia artística real.
La pieza creada, cumple su cometido artístico cuando devela en su función social las crisis o las bonanzas del tiempo, del lugar y de la cultura, dentro de los cuales la obra ha ocurrido. Por eso desalienta que los artistas esquiven dicha función social, y se prendan religiosamente de la idea acerca de que el arte es una experiencia estrictamente personal o simplemente, mal interpretando eso tan serio, se abstraigan en sus metas de prestigio y caudal.
En Colombia, son pocos los autores dados a la crítica social, o más exactamente, a la crítica de nuestros gobiernos de trapo. Pienso, por ejemplo, en la fuerza crítica que sin tregua ha venido ejerciendo desde la década del ochenta el poeta Juan Manuel Roca, y pienso también en el escritor León Valencia, que acaba de publicar una novela donde, con realidad y ficción, ausculta la vida del expresidente Uribe.
Con todo, no hay en la historia una sola obra de arte, o cualquier cosa que se le parezca, ajena a un discurso delator de su tiempo. Los ejemplos son tan numerosos, que para no desligarme del comentario de introducción, me conformo a satisfacción compartiéndoles este pasaje de los Viajes de Gulliver, del escritor irlandés Jonathan Swift, que dan cuenta de cómo se materializa la función social del arte; en este caso, a través de una crítica social dirigida a jueces y abogados de la Inglaterra del siglo XVII:
“Díjele que entre nosotros existía una sociedad de hombres educados desde su juventud en el arte de probar con palabras multiplicadas al efecto que lo blanco es negro y lo negro es blanco, según para lo que se les paga. El resto de las gentes son esclavas de esta sociedad. Por ejemplo: si mi vecino quiere mi vaca, asalaria un abogado que pruebe que debe quitarme la vaca. Entonces yo tengo que asalariar otro para que defienda mi derecho, pues va contra todas las reglas de la ley que se permita a nadie hablar por sí mismo. Ahora bien; en este caso, yo, que soy el propietario legítimo, tengo dos desventajas.
La primera es que, como mi abogado se ha ejercitado casi desde su cuna en defender la falsedad, cuando quiere abogar por la justicia —oficio que no le es natural— lo hace siempre con gran torpeza, si no con mala fe.
La segunda desventaja es que mi abogado debe proceder con gran precaución, pues de otro modo le reprenderán los jueces y le aborrecerán sus colegas, como a quien degrada el ejercicio de la ley. No tengo, pues, sino dos medios para defender mi vaca. El primero es ganarme al abogado de mi adversario con un estipendio doble, que le haga traicionar a su cliente insinuando que la justicia está de su parte.
El segundo procedimiento es que mi abogado dé a mi causa tanta apariencia de injusticia como le sea posible, reconociendo que la vaca pertenece a mi adversario; y esto, si se hace diestramente, conquistará sin duda, el favor del tribunal. Ahora debe saber su señoría que estos jueces son las personas designadas para decidir en todos los litigios sobre propiedad, así como para entender en todas las acusaciones contra criminales, y que se los saca de entre los abogados más hábiles cuando se han hecho viejos o perezosos; y como durante toda su vida se han inclinado en contra de la verdad y de la equidad, es para ellos tan necesario favorecer el fraude, el perjurio y la vejación, que yo he sabido de varios que prefirieron rechazar un pingüe soborno de la parte a que asistía la justicia a injuriar a la Facultad haciendo cosa impropia de la naturaleza de su oficio.
Es máxima entre estos abogados que cualquier cosa que se haya hecho ya antes, puede volver a hacerse legalmente, y, por lo tanto, tienen cuidado especial en guardar memoria de todas las determinaciones anteriormente tomadas contra la justicia común y contra la razón corriente de la Humanidad. Las exhiben, bajo el nombre de precedentes, como autoridades para justificar las opiniones más inicuas, y los jueces no dejan nunca de fallar de conformidad con ellas.
Cuando defienden una causa evitan diligentemente todo lo que sea entrar en los fundamentos de ella; pero se detienen, alborotadores, violentos y fatigosos, sobre todas las circunstancias que no hacen al caso.
En el antes mencionado, por ejemplo, no procurarán nunca averiguar qué derechos o títulos tiene mi adversario sobre mi vaca; pero discutirán si dicha vaca es colorada o negra, si tiene los cuernos largos o cortos, si el campo donde la llevo a pastar es redondo o cuadrado, si se la ordeña dentro o fuera de casa, a qué enfermedades está sujeta y otros puntos análogos. Después de lo cual consultarán precedentes, aplazarán la causa una vez y otra, y a los diez, o los veinte, o los treinta años, se llegará a la conclusión.
Asimismo, debe consignarse que esta sociedad tiene una jerigonza y jerga particular para su uso, que ninguno de los demás mortales puede entender, y en la cual están escritas todas las leyes, que los abogados se cuidan muy especialmente de multiplicar.
Con lo que han conseguido confundir totalmente la esencia misma de la verdad y la mentira, la razón y la sinrazón, de tal modo que se tardará treinta años en decidir si el campo que me han dejado mis antecesores de seis generaciones me pertenece a mí o pertenece a un extraño que está a trescientas millas de distancia.
En los procesos de personas acusadas de crímenes contra el Estado, el método es mucho más corto y recomendable: el juez manda primero a sondear la disposición de quienes disfrutan el poder, y luego puede con toda comodidad ahorcar o absolver al criminal, cumpliendo rigurosamente todas las debidas formas legales”