DEL POR QUÉ YO ABORREZCO EL VALLENATO- Por: Felipe A. Priast

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El vallenato y yo no tenemos nada en común. Para empezar, el acordeón es uno de los instrumentos que más detesto, eso para no hablar del ritmo “indígena” del género, que me parece poco atractivo. El “chucu-chucu” que simboliza el vallenato nunca ha sido lo mío, pues prefiero los ritmos de origen afro al hablar de música del caribe. Yo oigo de todo lo que emerge del Caribe, excepto vallenato y bachata, géneros que me parecen bastante modestos, por no decir desagradables.

Luego esta el marco cultural que rodea al vallenato, o la falta de esta. Siempre he sostenido que el vallenato, como género, es el custodio de una identidad cultural que yo aborrezco, que es, esa del patán “bagre” del Caribe. El vallenato, con sus letras ordinarias y básicas y su sonsonete indígena, es el custodio cultural de los costeños sin cultura.
Se ha tratado de convertir el vallenato en un “arte”, y hasta vallenatólogos famosos hay por toda Colombia, incluidos payasos cachacos como Daniel Samper Pizano y Enrique Santos, pero el vallenato no puede ser un arte porque el concepto de arte -y el arte puede ser rústico- envuelve una noción de belleza contemplativa (o auditiva, o plástica) a la que el vallenato no llega.
Ese ruido de acordeón, interpretado así como lo interpretan los intérpretes vallenatos, no es un ruido bello, ni siquiera uno tolerable, para mi gusto.
Y las letras, o son bastante tontas e infantiles, o son de una ordinariez apabullante.
Se dice que el vallenato es música para la gente sencilla, para la gente del pueblo, y creo que eso es cierto. Pero también es cierto que el pueblo podría oír cosas sencillas de un mejor talante.
El vallenato es música de “mal talante”, de desafío, reto y desagravio. Es un estilo casi que surgido de lo que en Colombia llamamos “el vainazo”. Se le ha querido asignar un status de “juglar” al intérprete vallenato, cuando en realidad se podría argumentar que, en vez de “juglares”, lo que los intérpretes de los primeros vallenatos eran era chismosos de mal talante que esparcían cuentos y desafiaban rivales con envidia y una ordinariez épica. El vallenato es un género que cultiva la envidia, la ardidera y el rencor, todos trazos bastante definitorios de lo que es el carácter colombiano. Todo maquillado con un poco de humor, claro, porque el humor también es otra forma de soltar envidia y rencor.

Desde su parto el vallenato alberga envidia. El hecho que fuera considerada “música de colita”, es decir, música para rematar en la madrugada cuando la orquesta principal acababa, ya encierra un papel segundón en la estratificación musical de la Costa Caribe, y ya de ahí parte con envidia. Envidia a la gran orquesta, envidia a los instrumentos más nobles de cuerda y viento; envidia a los grandes arreglos y los grandes temas bailables; envidia al gran salón que le esta cerrado al vallenato. Todo en el vallenato es envidia y resentimiento. Los que lo interpretan son resentidos sociales que no pueden acceder al gran salón; la música en si es un chillido resentido de un instrumento menor y proletario; la humilde guácharaca es una fricción humilde de un pedazo de manera con denturas de tiempos proto-humanos que envidian el brillante metal de los grandes instrumentos. Hasta la percusión es una percusión de un africano pobre al que no le alcanza para una gran tambora. El vallenato es un género construido con los desechos de géneros más grandes y nobles, y un parto así solo puede albergar rencor, envidia y resentimiento.
Y la vulgaridad y simpleza de todos aquellos que se identifican con esa envidia y ese resentimiento es palpable. El vallenato no tiene “soul” como el jazz o el blues, tiene “ardidera”, que es distinto.

Y después esta su carácter taimado, pues es música eminentemente indígena, de individuos taciturnos.
El vallenato no es una explosión de emociones como la salsa o el jazz, sino una revelación taimada de sentimientos de bajo valor. El vallenato como medio para expresar verdades veladas, rencores ocultos, envidias persistentes. Que cuando el otro me oiga tocar, le caerá la gota fría, que el dueño del carro de placas “039” me robó la mujer, soledades que calman las penas, y otras muchas envidias y rencores hacia rivales, mujeres pérfidas y situaciones difíciles. Se siente envidia por el éxito del otro, y se le saca un vallenato exponiendo de manera velada esa envidia disfrazada de un “sentir”, porque el indio gregario sufre cuando alguien triunfa y no comparte con la tribu su triunfo. Se dice que el vallenato es un género que encierra las tres razas que componen el mestizaje de las Americas, pero eso no es cierto. La música afro tiene otro “vibe”, lo mismo que la música de origen europeo. El vallenato, es, en esencia, música indígena, música de los nativos de estás tierras. Por eso reverbera tanto en Colombia y otros países con una gran población indígena como México, Peru, Ecuador y Venezuela, pero no en las Antillas, en donde predomina la raza negra como cepa madre de la raza. Es porque es música indígena, de indios resentidos y envidiosos. Tal vez con razón para estar resentidos y con envidia, pero envidiosos al fin y al cabo.

Y su enorme éxito entre la masa “bagre” de la Costa Caribe de Colombia se debe a que su talante sirve de custodio de todas las taras del hombre Caribe sin mucha cultura. El machismo, el derecho masculino a tener múltiples mujeres, la parranda que enaltece el alcohol y la abundancia de mujeres; el despliegue de ordinariez y corronchada al que el vallenato da amplia licencia, pues el vallenato es tan bajo socialmente como se quiera. Y un trazo muy colombiano: el “vainazo” o la puya como “arma” de conversación. El Colombiano siempre habla y escribe con “vainazo”, con puya, con tono mala-leche. Lo veo aquí todos los días. Escriba yo sobre lo que escriba, no falta el envidioso o rencoroso que me venga con una puya o un vainazo porque algo no le ha gustado de una nota mía. Y todo con un poco de humor, para hacer pasar ese vainazo o esa puya de manera más digerible.

Habiendo dicho todo esto, piensen un poco en la canción de Armando Zabaleta compuesta en 1973, sobre García Marquéz y su aparente distancia de Aracataca, que Carlos Vives y Silvestre Dangond han reencauchado recientemente. Los motivos de Armando Zabaleta para componer esa canción hace 50 años están todos asociados a la envidia y el rencor, pues en esa época Gabo le dio la plata de un premio al MAS, un movimiento socialista venezolano cuyo líder era cercano a él, en lugar de meterle plata a Aracataca, porque para el “indio” Zabaleta no cabía que Gabo le diera plata a otra “tribu” y no a la suya.
Y ahora estos payasos de Dangond y Vives reencauchan esa canción, porque les arde que Gabo haya sido tan grande y haya sido socialista, y no un paraco inmundo como ellos dos. El género de la envidia, hecho una canción-envidia, y reencauchado por otra envidia. ¡Qué pastel de envidia que es toda esta historia!
Y en 50 años saldrá otro envidioso y la volverá a cantar para tirarle envidia a alguien más, tal vez a los hijos o nietos de Garcia Márquez, porque sus millones no han terminado en Aracataca, o porque prefieren México a Aracataca, o porque hablan en inglés y no en español.
Esa liberación perversa de envidia me revuelve el estómago, me da ganas de vomitar.

El vallenato es música de envidiosos, un género que custodia bajas pasiones, y eso no es lo mío.
Será el género más popular en Colombia, pero seguro-seguro no es el género más popular de mi corazón.
Debe ser que yo no tengo tribu, y que me cuesta darle cabida a la envidia en mi corazón…

Ten cuidado de todo aquel que tiene al vallenato como su género favorito y lo oye todo el tiempo, pues ese hombre es un envidioso consumado…

Todo en el vallenato es bastante pobre y bajo, esa es la realidad…


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