En este año que acaba de cerrarse, muchos colombianos vieron con cierto asombro que la ciudadana María Claudia Daza, asesorada por su equipo de defensa, hubiera decidido guardar silencio luego de ser llamada a declarar, primero por la fiscalía y después por el CNE, con el fin de esclarecer la existencia de supuestos delitos en favor de la elección presidencial de Iván Duque.
De plano, la gente vio en ello una manera de esquivar la ley, pues –más allá de la credibilidad dada a la sentencia popular “quien calla otorga”– a cualquiera le resulta de mala conducta no responderle a quien representa la autoridad, como también le resulta sospechoso que una persona se guarde una información, cuando esta, de encontrarse fundada en la verdad de los hechos, puede y debe salvarla.
Aunque no se ponga en práctica, en Colombia existe además la conciencia ciudadana del “deber de denunciar” y de “la obligación de rendir testimonio en juicio”. La Constitución Nacional y el Código de Procedimiento Penal, así lo consignan. Por eso –desconociendo que el derecho a guardar silencio es una excepción a estas dos exigencias de la ley- a la gente le resulta sospechoso cuando alguien, a la hora de asumir su defensa elige permanecer callado y desdeña el poder de la palabra.
Con todo, en el derecho internacional y en los sistemas jurídicos nacionales, guardar silencio es un derecho casi sagrado. Y lo es, por cuanto en la historia reciente ocurría lo siguiente: luego de un hecho delictivo las versiones recogidas antes de iniciado el juicio, llegaban al juez con ventaja para la policía o el investigador y con desventaja para el sospechoso. La tendencia natural del juez era creerle a la autoridad y no a quien aparentemente había infringido la ley.
De manera que el hecho puntual que motivó la creación del derecho a guardar silencio, fue el desequilibrio existente entre la autoridad y el ciudadano a quien se le ha imputado la comisión de un delito, ya fuera, como en el caso de la ciudadana que nos ocupa, por cuenta de pruebas circunstanciales, en este caso las conversaciones grabadas por la fiscalía.
La verdad es igual que una esfera, por mucho que la giremos, siempre nos dará la misma cara, es inmodificable. Mientras que la mentira semeja un icosaedro; pero con el ingrediente de que cada cara suya es distinta a las otras. Esa presentación caótica de la mentira es la que saben organizar los abogados que, abstraídos en la defensa ciega de su cliente –en el negocio-, no se detienen en la importancia de la correcta aplicación de la justicia. Fotografía: Pares.
Por eso, antes de la existencia del derecho a guardar silencio, la primera tarea del abogado defensor consistía en proteger la versión de los hechos dada por su amparado. La presunción de inocencia, que no se aplicaba en ausencia del defensor, en presencia de este era viabilizada, y lo dicho por el sospechoso previamente al juicio era descartado. De hecho, hoy puede comprenderse la figura del derecho a guardar silencio, afín a la figura de la presunción de inocencia.
En el presente, guardar silencio es una indiscutible garantía del debido proceso; pero debería, como no es el caso en nuestra legislación, tener como límites tanto la presencia de un defensor particular o de oficio, como el comienzo del juicio. En Colombia el recurso del derecho a guardar silencio, si así lo deseara el imputado, puede persistir incluso hasta la decisión del juez. Dentro de tal contexto, el de los límites, habiendo el imputado conseguido defensor o luego de habérsele asignado uno de oficio, ya su silencio no tendría sentido. De modo que, siendo lógicos, el derecho a guardar silencio debería extinguirse en cuanto se responsabiliza del caso un defensor.
En los Estados Unidos, el derecho a guardar silencio se instauró apenas hace 50 años, y su aplicación y uso se propagó rápidamente gracias a las películas de acción policial; por eso nos resulta tan común esta frase acuñada por la justicia americana: “Tiene derecho a guardar silencio y a llamar a un abogado. Todo lo que diga puede ser usado en su contra en los tribunales”.
En efecto, la frase “Tiene derecho a guardar silencio”, llama la atención acerca de cómo –de no guardar silencio- las declaraciones previas al juicio pueden llegar al juez en forma de mentiras, o de ser mentiras en forma de verdades). La frase “… y (derecho) a llamar a un abogado”, recomienda que para declarar sin el riesgo a ser tergiversado, deberá contar con un defensor que cuide de eso. Y la frase “Todo lo que diga puede ser usado en su contra en los tribunales” es una advertencia acerca de que todo lo que llega al juez por dicha vía, es difícil de contradecirlo, máxime si el juez se ve en la necesidad de zanjar entre la palabra de la autoridad y la palabra del imputado.
Bajo tales presupuestos, la única razón lógica para justificar el derecho a guardar silencio, no es como lo plantean nuestros legisladores; es decir, por el compromiso de alinearse a los modelos del constitucionalismo moderno, ni por obediencia a los tratados internacionales, ni por respeto al bloque de constitucionalidad, no, sino por el desequilibrio existente entre la autoridad y el ciudadano a quien se le ha imputado la comisión de un delito; pero, sobre todo, porque en el sistema penal acusatorio la responsabilidad de aportar las pruebas es del estado y no del indiciado; es decir, en la etapa de investigación previa al desarrollo del juicio, si alguien tiene que hablar es el acusador y no el acusado.
De ahí que el derecho a guardar silencio, si bien es legal, en la mayoría de los casos es una vía poco elegante de la defensa, pues su trasunto explícito es la no colaboración con la justicia, al ocultar o aplazar la verdad, ya sea con el ánimo de trazar morosamente su teoría del caso o simplemente para fabricar una mentira. De hecho, aunque el derecho a guardar silencio es acogido por todas las legislaciones occidentales, nunca nadie podrá decir que su principal utilidad no consiste en darle tiempo a la fabricación de mentiras, antes que ser un mecanismo del debido proceso para la protección de la verdad.
Acogerse al derecho a guardar silencio, casi siempre constituye una autoincriminación, y la autoincriminación –cuando no hay pruebas de que se doblega la voluntad- solo es posible si quien la comete es culpable, y a mi juicio se torna inevitablemente en una aberración o perversidad de nuestros sistemas de derecho o en una magnífica fábrica de hacer mentiras. Si el incriminado posee la verdad de su inocencia, por muy complejo que sea su conflicto jurídico, el camino expedito es decirla, callarla es auto incriminarse siendo inocente.
Quien habla con la verdad difícilmente cambia su versión; porque la verdad proviene de una experiencia sicofísica real y la memoria de esa experiencia es tan autónoma como espontanea, sus respuestas son inalterables. La mentira, por el contrario, es polivalente y azarosa, y como tras ella no puede haber memoria cierta de lo ocurrido, entonces su respuesta procura ser cambiante.
La verdad es igual que una esfera, por mucho que la giremos, siempre nos dará la misma cara, es inmodificable. Mientras que la mentira semeja un icosaedro; pero con el ingrediente de que cada cara suya es distinta a las otras. Esa presentación caótica de la mentira es la que saben organizar los abogados que, abstraídos en la defensa ciega de su cliente –en el negocio-, no se detienen en la importancia de la correcta aplicación de la justicia.