El miedo al cambio político- Por: Guillermo Linero Montes – Pares

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Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.

De los retos curiosos del pensamiento filosófico, uno de los más singulares e irresolubles es la determinación del cambio en su condición de atributo de los seres y las cosas. Ello se debe a que los filósofos, si bien han comprendido desde el principio que todo cambia, también en su agudeza han observado cómo existen parejas a esa verdad del cambio, las llamadas propiedades, que tienen como característica la inmutabilidad. Me explico: si manipulamos un cuadrado hasta redondearlo, pasará a ser círculo; pero no perderá su esencia de cuadrado pues seguirá conservando lo que los cuadrados y los círculos tienen en común: la propiedad de ser forma.

De manera que si el cambio es la evolución de las cosas -modificándolas en una suerte de adaptación o perfeccionamiento- también es cierto que este contiene intrínsecamente la calidad de in-transformable o, para decirlo en el lenguaje de los filósofos: el fenómeno del cambio constituye un predicable, es decir, algo inseparable de la esencia y de la naturaleza de las cosas y los seres.

Sin esa base tan estable como inestable no tendrían fundamentos los cambios y no habría movimientos en el universo (imaginémoslo inmovilizado en el ojo del huracán de la inercia). De hecho, la compensación –en su acepción primigenia y no en la jurídica- está soportada sobre esos dos pilares: la estabilidad y el continuo cambio. En correspondencia, no han vacilado los pensadores en aceptar que el cambio, digámoslo con las palabras de un diccionario de filosofía escolar: “es la forma más general del ser y la cualidad más común de todos los objetos y de todos los fenómenos”.

El cambio, de primera mano, se refiere al movimiento, pero, sobre todo, y esto es lo más importante para el caso del análisis político, también implica la interacción para lograr pasar de un estado a otro. La interacción, que consiste en las pautas y mecanismos de cooperación entre oponentes para conseguir un beneficio mutuo. La interacción se hace tangible en el discurso político de ida y vuelta (el debate), en el continuo diálogo entre oponentes (los acuerdos de paz), en los concordatos (que son acuerdos políticos entre los Estados y la Iglesia) y se hace tangible en los pactos políticos, que incluyen todas las actuaciones anteriores. Y eso es así porque las leyes del cambio no son rupturas catastróficas, y cuando este ocurre de un modo caótico, siempre es por una suerte de hechos aberrantes como que un gobernante haya empobrecido vitalmente al pueblo que administra, o que esté persiguiendo y asesinando a sus opositores. Hechos que, en la línea evolutiva de la política y de lo social, lamentablemente son bastante recurrentes.

Las revoluciones cruentas, por ejemplo, constituyen cambios en cuanto significan pasar de un estado político-social a otro distinto; y son drásticos rompimientos porque no dan espacio para la interacción que, insisto, es un medio de transición armónica entre un estado pasado -lo viejo, digamos el neoliberalismo- y uno que lo remplaza -lo nuevo, digamos el progresismo-. En contravía con la interacción, cuando suceden las revoluciones, que son cambios sociales abruptos, se alteran los lazos entre las distintas fuerzas sociales; pues las revoluciones persiguen cambios fundamentales como la ideología, las creencias, las tradiciones y hasta la tenencia de la tierra.

Perder de la noche a la mañana el derecho a creer en el Dios que crees, perder el derecho a hablar el idioma que hablas y perder el derecho a disponer de la tierra que posees -como ya nos pasó con los conquistadores españoles-, a nadie le agrada ni lo aceptaría. La barbarie de la conquista fue tan atroz, que 500 años después si bien no existen razones -ni siquiera irracionales- para culpar a los españoles de hoy, todavía queda, como un tigre dormido, el miedo a que ello vuelva a ocurrir –no una invasión de violentos extranjeros- sino una invasión de nuevas ideas que nos cambien todo.

De ahí que los enemigos del cambio político en Colombia, sólo por conservar su exclusivo estado de confort, y con el fin de despertar al tigre dormido, señalan a los promotores del cambio político de ser revolucionarios o, más exactamente, de izquierdistas y comunistas. Palabras que, después de 200 años de inercia bajo gobiernos de derechistas y fascistas, personifican la esperanza del cambio, no importa si bajo los rótulos del progresismo o del ambientalismo, cuyas directrices afortunadamente han tomado distancia de los modelos socialistas ortodoxos.

Los temerosos de la realidad evolutiva dicen que los promotores del cambio político en Colombia van a usar a los educadores, y al programa de educación gratuita, para propagar nuevas ideologías y arrasar las que existen. Igual los acusan de querer implantar la doctrina comunista en reemplazo de las religiones existentes; los señalan de pretender liquidar las tradiciones y, peor aún, los culpabilizan de pretender quitarles las tierras a quienes se las quitaron a los campesinos, a las comunidades negras y a los indígenas.

Lo cierto es que desde su naturaleza, el cambio social ha de ser un proceso consentido y no un cambio revolucionario abrupto; pues el cambio está prendido a un deseo individual que colma necesidades colectivas: desarrollarse para alcanzar el confort, o mejor, progresar para alcanzar el bienestar común, que es el anhelado objeto del contrato social.

En Colombia, para abandonar un estado inscrito en la fe católica (en su artículo 38 de la constitución política de 1886, se afirmaba que la religión católica, apostólica y romana, era la de la nación; y que los poderes públicos la protegerían y harían que fuera respetada como esencial elemento del orden social) y convertirnos en un estado laico -donde caben todas las religiones- no tuvimos la necesidad de encender una guerra santa ni de realizar una revolución social; solo nos bastó un proceso político de arduas confrontaciones ideológicas.

En efecto, mientras se llevaba a cabo el ejercicio de los debates políticos, con concordatos y concordatos, fue dándose la concreción del bienestar espiritual, finalmente materializado en la libertad de culto que hoy tenemos consignada -en calidad de derecho fundamental- en la Constitución Política de Colombia de 1991: «Se garantiza la libertad de cultos. Toda persona tiene derecho a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o colectiva. Todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley».

Querámoslo o no, todo cambio social entraña una modificación parcial o total de la estructura básica de un sistema y, especialmente, en el modo de producción económica, en cuanto este determina las relaciones entre personas que -concertando pactos para el cambio – buscan producir bienes para su desarrollo. Ahora, en pleno debate electoral, los colombianos se debaten en el dilema de si es pertinente pasar de un modo de producción ligado a la extracción y explotación de petróleo y gas, a uno que los descuente en favor de la salud del planeta y de sus habitantes; y lo hacen, aunque con trapisondas de quienes sufrirán los cambios, sin posturas revolucionarias.

Finalmente, cabe decir que ante la inminencia de un cambio fundamental en la realidad política y económica de los colombianos, no es difícil visualizar que en adelante se moldeará buenamente el espíritu de los asociados, y la moral colectiva dejará atrás la virgen de los sicarios y acogerá la virgen de quienes respetan la vida. Por lento que sea el cambio social que se avecina, sin duda trastocará los valores cívicos y los modelos de comportamiento interpersonal, de manera que pasaremos de un estado de traquetismo a uno de afable decencia. Se acabarán por fin los contratos estatales fundados en el CVY (cómo voy yo) y se implementará la solidaridad social, los contratos estatales que privilegian el CVT (cómo vamos todos).

 

 

 

 

 


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