Desde hace 250 años, a los empresarios se les ha colocado en el pódium del capitalismo. Los economistas políticos clásicos fueron los encargados de realizar esta apología. Sus discursos teóricos se encargaron de exaltar a los inversionistas: sin su arrojo, nos dicen, el sistema de mercado no triunfaría. Estos seres especiales son capaces de tomar sus ahorros e invertirlos en negocios arriesgados, logrando poner en funcionamiento la maquinaria de la riqueza.
Con el pasar del tiempo, esta apología –realizada desde el inicio del capitalismo– se convirtió en la ideología que inspira al actuar ético del Estado. En el mundo real se observa cómo los gobiernos, en la mayoría de las situaciones, protegen y cuidan a los sectores empresarios de manera especial. Los Estados buscan atraer a inversionistas, quieren que estas personas se fijen en sus economías domésticas, que traigan sus capitales y que generen desarrollo en los territorios.
De allí que cuando a sectores empresarios se les involucra en asuntos judiciales, políticos o económicos de dudosa reputación, de inmediato los administradores públicos salen a protegerlos y excluirlos de cualquier responsabilidad. Esta situación fue evidente en el caso de la empresa multinacional bananera Chiquita Brands, que, desde que regresó a Colombia y, especialmente, a la región del Urabá –en la mitad de la década de 1980–, fue exaltada por el Gobierno nacional y protegida debido a las inversiones que realizaba en el país.
El Gobierno observó a Chiquita Brands con los lentes que construyeron los economistas para admirar al sector empresarial. Les dijo que sí traían sus dólares y los invertían en Colombia, a cambio serían protegidos y cuidados de forma especial. Y así fue. Durante las tres décadas que estuvo la multinacional en el país, a pesar de los señalamientos que permanentemente se le hicieron en materia de apoyo a grupos armados ilegales y de graves violaciones de derechos humanos, a esta empresa se le protegió y nunca se le condenó.
Desde su regreso al país, Chiquita Brands comenzó a apoyar a grupos subversivos y paramilitares que hacían presencia en el Urabá. Primero, bajo el formato de extorsiones a la guerrilla; y luego, con pagos de seguridad privada a empresas fachada de los paras. Así, esta multinacional logró construir e implementar un modelo económico de enclave, caracterizado por el control monopólico de producción, comercialización y transporte del banano, en el cual usaban la violencia armada para conseguir un doble fin: ampliar la posesión de tierras productivas y callar a grupos sindicalistas y trabajadores.
De esta forma, Chiquita Brands logró incorporar, desde el principio, las armas para el cuidado de su negocio. Entregó dineros a los grupos armados ilegales, además de que apoyó la compra de armas y el pago de hombres y mujeres que ejercieron violencia sistemática y generalizada contra personas sindicalistas y trabajadoras de la región. Adicionalmente, durante el tiempo que estuvo en la zona de la costa antioqueña, ayudó a generar las condiciones que hicieron posible que allí existiera la más alta proporción de víctimas por kilómetro cuadrado del país: entre 1985 y 2014 ocurrieron 47.656 homicidios, 581.293 desplazamientos forzados y 315 casos de reclutamiento de niños, niñas y adolescentes en la guerra.
Y a pesar de que estos hechos fueron conocidos por el Gobierno nacional, durante todo el tiempo que la empresa estuvo en el país, nunca se le recriminó ni juzgó por sus acciones. Las élites políticas no quisieron prescindir de los aportes que esta empresa realizaba; por ello, no atendieron las denuncias de violación de derechos en este territorio y, en su lugar, victimizaron a los empresarios por los pagos de extorsiones que tenían que hacer. Incluso, hicieron un llamado a rodear la empresa y protegerla. En breve, valoraron más los intereses económicos y empresariales que la vida de las personas trabajadoras y sindicalistas, haciendo que el país se sumiera en una impunidad política y judicial.
Tuvieron que pasar varias décadas para que, en medio del cumplimiento de la Ley de Justicia y Paz de 2005, se nombrara de forma directa –por parte de algunos jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)– a Chiquita Brands por su papel en el apoyo a las dinámicas del conflicto armado. En versiones libres y en entrevistas de exparamilitares como Raúl Hasbún se dijo la verdad: la empresa apoyó financieramente, de forma sistemática, a organizaciones armadas ilegales con el objetivo de silenciar y pacificar las relaciones laborales con grupos sindicalistas (lo que también se llamó “técnicas de neutralización”).
En contraprestación a ese apoyo, la empresa se esforzó por ocultar los más de 100 pagos que hizo por cerca de 1.7 millones de dólares. Dineros que fueron usados para apoyar a la máquina de la guerra en la consecución de mayores estrategias y tecnologías para producir violencia. Se trata de prácticas empresariales que tenían un tinte claramente criminal, lo cual quedó evidenciado en el rol que jugó la empresa bananera formalizada, de manera individual y corporativa, en la intensificación del conflicto armado en la región del Urabá.
Todos estos hechos obligaron, finalmente, a la empresa a retirarse del país, pero lo hizo sin pena. Se fueron de Colombia sin reconocer su implicación en estos hechos, y quedaron sus actuaciones macabras impunes. Esta historia es la que se cuenta en el libro “La sombra oscura del banano. Urabá: conflicto armado y el rol del empresariado”, publicado este año por la Fundación Cultura Democrática (FUCUDE) y la Corporación Opción Legal. Un texto que viene a convertirse en un gran aporte de la sociedad civil a la construcción de la verdad, premisa insoslayable de la no repetición a la que aspiran las víctimas.
“La sombra oscura del banano”es un escrito que sirve para develar la participación de la niña mimada de la economía de mercado –la empresa– en la historia trágica del conflicto armado colombiano y, particularmente, en el Urabá antioqueño. Una historia desafortunada que no la escuchamos de boca de los empresarios del banano, debido, en buena parte, a que muchos políticos ayudaron a que los terceros responsables quedarán excluidos de aportar a la verdad histórica del país. Como queriendo ratificar, una vez más, que la única responsabilidad de estos agentes de la economía es generar empleo y riqueza.
Afortunadamente, todavía existe la oportunidad de contar la verdad. La historia sobre el conflicto armado en Colombia no se cierra con el informe que, en noviembre próximo, entregará la Comisión de la Verdad. Más bien lo que hace es abrir un camino y delinear una ruta para que los terceros implicados –entre estos, los sectores empresariales– participen en la construcción de la paz y la verdad. Un escenario que esperamos, con el tiempo, se convierta en una oportunidad para que estos actores que realizan aportes a la economía también lo hagan con la política.
Demandamos, como clientes de la democracia, que los empresarios se decidan por ofrecer de manera clara, franca y sincera la verdad sobre su participación en la violencia colombiana. Se les está diciendo a los inversionistas bananeros que, si fueron capaces de apoyar las máquinas de guerra, también lo hagan con la noble causa de la construcción de la paz. Que se responsabilicen moralmente a aportar, con su experiencia, a esclarecer las dinámicas del conflicto.
Sobre todo, en un momento especial como este, cuando el país está intentando construir la verdad. Que lo hagan como un acto de liberación y de querer iniciar un nuevo período en la historia de Colombia; como un gesto de búsqueda de perdón y del compromiso de no repetir tan graves actos; como un aporte decidido al esclarecimiento de la verdad que reclaman las víctimas y la sociedad; y como acciones que propenden curar los traumas y cicatrices de la violencia que causaron ellos mismos en el Urabá.