El coronanvirus le escupe en la cara a los más pobres la realidad de la injusticia social, la marginalidad y la desigualdad.
Nos acostumbramos a ver un país en el que la riqueza está mal distribuida, volvimos algo común la informalidad, el rebusque, el mototaxismo, le dejamos a los más pobres la obligación de subsistir por sus propios medios y descargamos nuestra conciencia en unos subsidios para paliar la pobreza.
Hoy el coronavirus desnuda esa realidad de la gente que vive del día a día, que si no trabaja no come, que maneja una moto para transportar gente o neveras o lo que sea, que vende en la calle lo que puede, fritos o tinto en las carreteras polvorientas de la costa, frutas o accesorios para el celular en una avenida en Bogota o Chontaduro o agua fría, o lo que sea, en los pueblos del Pacífico.
Uno lo percibe en los rostros, a veces de angustia, a veces de resignación, de la gente “más excluida” o “vulnerable”, como solemos decir con cierto eufemismo en los relatos técnicos sobre la pobreza.
La cuarentena, que confina a los ciudadanos a sus casas para evitar que se propague el virus no funciona cuando hay hambre, cuando cerca del 63 por ciento de la población económicamente activa sobrevive de la economía del rebusque, del trabajo informal, de lo que asegure “la liga” como dicen en el caribe alegre y bullicioso, es decir, el plato de comida que aspiran llevar a su casa, cada día los trabajadores de las familias que viven del día a día.
Con los vendedores ambulantes y estacionarios aparecen ahora esa masa de “empleados” sin sueldo, ni prestaciones, ni seguridad social que arreglan uñas, cortan y tiñen cabello, lavan carros, pregonan loterías, lustran zapatos o venden camisas o zapatos. Vendían, porque hoy no hay quien compre, ni quien se corte el pelo, ni alguien que pague por servicios sexuales, ni por lavar un carro ni, mucho menos, hay quien salga a la calle a comprar esa ilusión llamada chance o lotería
Algunos tienen subsidios del gobierno nacional porque son “familias en acción”, porque son personas mayores o jóvenes vulnerables. Ellos o ellas tienen una oportunidad hoy porque el gobierno aumentó o aceleró los pagos que le permiten comprar algo de comida para solventar la crisis. Sin embargo, el drama es para quienes no reciben subsidios y, ahora, tampoco reciben ingresos.
“Nos quedamos en el aire como
la canción de Escalona”, me dijo una señora cuyo emprendimiento era vender comida a turistas despistados que pasaban por Plato rumbo a la Sierra Nevada.
“Ajá, yo me rebuscaba aquí con esta moto que compré y que pago en cuotas semanales, pero ya nadie se sube vale” me dice el joven que parece venezolano pero es del Magdalena.
El gobernador de este departamento Carlos Caicedo, que hace lo que más puede para enfrentar la emergencia sanitaria de la pandemia, también piensa en este virus de la pobreza en un departamento paradójicamente rico en recursos y en biodiversidad.
“Vamos a establecer la renta básica, tenemos que asegurar un mínimo vital para atender a estas personas” dice Caicedo en su programa diario por redes sociales y emisoras comunitarias en el que habla de las medidas que adopta su gobierno.
Toda una revolución para transferir recursos y hacer más equitativa la carga. Sin embargo, este esfuerzo, al que va a dedicar casi todo el presupuesto, es insuficiente si el gobierno nacional no congela el pago de las deudas bancarias y los arrendamientos.
Hay municipios del Magdalena como Plato donde casi el 90 por ciento de la gente vive de la informalidad, donde 14 de cada cien adultos no sabe leer ni escribir, donde los campesinos padecen sed en medio de la sequía, un pueblo que padece de hambre porque, como dice un viejo alegre y dicharachero en la plaza central, “Eche , en este Plato no hay comida”.
Plato es un municipio del departamento del Magdalena conocido por la leyenda del “hombre caimán”, un hombre cuyo cuerpo se transformó en cabeza humana y cuerpo de caimán por andar espiando mujeres desnudas en el Río Magdalena.
Por aquí pasa el país que se mueve entre el interior y la Costa Caribe de Colombia, por aquí pasa una carretera por la que grandes camiones llevan alimentos y mercancías. La gente los ve pasar en medio de la nada.
Me habían dicho desde los tiempos de Macondo que es muy difícil que estos pueblos del caribe colombiano pierdan la magia de la alegría, pero yo vi hoy, por primera vez en mi vida, como se empieza a sentir una tristeza arropada en la desesperanza.