“Miren que vida que llevo yo, ya son diez años fuera de mi tierra, fuera de mi gente y de mis amigos, de las costumbres con que he nacido.
Ya son diez años y es mucho tiempo, me duele el alma y estoy vencido, y quiero volver a mi pueblo, visitar a mis amigos, quedarme junto a ellos, sentir que yo estoy vivo.
Un gran dolor siento en lejanía me ha consumido a través del tiempo no tengo paz en ningún momento, siento que tengo el alma perdida” –
Nostalgia de mi pueblo, cantan Los Hermanos Zuleta
El pasado 10 de octubre de 2019 se cumplieron 15 años de la captura de José María Barros Ipuana (n.1956), coloquialmente conocido con el remoquete de “Chema Bala”, un destacado indígena Wayúu del eirruku Ipuana y reconocido empresario portuario de la Alta Guajira, quien como dueño y accionista mayoritario de Servicios Portuarios de La Guajira, S.A., constituida el 18 de mayo de 2002, tenía bajo su responsabilidad el funcionamiento y administración del puerto de Wawariwuo, más conocido como Portete.
Su captura fue realizada en el marco de una sofisticada operación encubierta en la que participó un grupo élite de la Dirección de Investigación Criminal e INTERPOL de la Policía Nacional de Colombia (DIJIN), que de forma clandestina y violando la soberanía del vecino país, el 10 de octubre de 2004 se introdujo subrepticiamente hasta el barrio Blanco de Maracaibo en el estado de Zulia, para retenerlo irregularmente, proceder en pocas horas a su extracción y una vez en Colombia legalizar su captura.
Como evidencia de la importancia que le dieron al resultado de esta operación, denominada Patria 67, hasta Riohacha se trasladaron con premura los directores de la Policía Nacional y de la DIJIN, quienes fueron los encargados de entregar las primeras declaraciones a los medios de comunicación, las cuales tuvieron una amplia cobertura y difusión.
Pese a que desde el 15 de julio de 2013 se había suscrito entre las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y el Gobierno Nacional el llamado Acuerdo de Santa Fe de Ralito que fungía como marco referencial para “iniciar una etapa de negociación” encaminada al “logro de la paz nacional, a través del fortalecimiento de la gobernabilidad democrática y el restablecimiento del monopolio de la fuerza en manos del Estado”, y en el que se contemplaban unos compromisos por parte de las AUC para cesar inmediatamente sus ataques contra la población civil, en la Media y Alta Guajira la violencia paramilitar, contrariamente, adquiría proporciones insospechadas llegando a alcanzar cuotas de horror y muerte nunca antes presenciadas, poniendo así en entredicho las bases de un acuerdo realizado a espaldas del país y de las víctimas que desde distintas orillas venía siendo duramente cuestionado.
En este contexto, José María Barros Ipuana, siendo probablemente el eslabón más frágil del complejo entramado criminal, de corrupción y clientelar que, catalizado por los paramilitares, se había instalado en la región desde décadas atrás, terminó siendo una suerte de “chivo expiatorio” o de “cabeza de turco”, sobre quien hacer recaer la responsabilidad de los hechos victimizantes y las actividades ilícitas e ilegales que se habían presentado y estaban teniendo lugar en ese entonces, para lo cual se hacía necesario sobredimensionar al máximo su poder, fusionando en su persona acciones desplegadas por una multiplicidad de actores de todo tipo.
Así las cosas, José María Barros Ipuana en el artículo titulado “El cacique José Chema Balas”, publicado en El Tiempo el 12 de octubre de 2004, a partir de reportes policiales es descrito como el Wayúu que:
“conoce y domina los cerca de 150 puertos naturales de la Alta Guajira, donde los narcos embarcan cargamentos de droga hacia las Antillas y Estados Unidos […] es reconocido ampliamente como uno de los líderes indígenas que domina el comercio ilícito y el narcotráfico en la región […] en los 90´s manejaba gran parte de los embarques y las rutas del narcotráfico en Uribia. Es tal la influencia de este hombre en la región de Uribia -–impuesta en muchas ocasiones tras el enfrentamiento a muerte con otros clanes– que […] era buscado en época electoral por algunos políticos de la región Caribe para que los ayudara no solo financieramente, sino con votos, porque él, por su influencia en sectores Wayúu, ponía más de 30.0000 personas a sufragar por quien él dijera. Era todo un cacique”.
De la misma manera la revista Semana en un artículo publicado el 10 de octubre de 2004 que lleva por título “Policía capturó al supuesto autor de varias masacres de indígenas Wayúu”, recoge las siguientes afirmaciones entregadas también por fuentes policiales:
“Lo acusan de estar detrás de homicidios colectivos de indígenas, incluyendo el que en abril pasado provocó el éxodo de más de 600 familias de los alrededores de bahía Portete […] Tiene una reconocida trayectoria criminal en La Guajira, el Cesar y la Costa Norte, con vínculos con el narcotráfico y el contrabando […] en los últimos meses ha hecho parte de una operación de exterminio de la etnia Wayúu”.
No se pretende con este escrito ni confirmar ni negar lo que sobre José María Barros Ipuana se ha dicho, pues tanto su demonización como la contracara de su idealización, terminan convirtiéndose en un obstáculo que impide comprenderlo en su justa dimensión, como un hombre Wayúu atrapado en la vorágine de las circunstancias que se configuraron en su territorio durante aquellos tormentosos años. Además, sea como fuere, el 27 de junio de 2008 terminó siendo condenado a una larga pena de 39 años y 6 meses por los delitos de “homicidio agravado, desaparición forzada, tortura, terrorismo, hurto calificado, concierto para delinquir y desplazamiento forzado” y casi un año después, el 29 de enero de 2009, fue extraditado a Estados Unidos en donde el 30 de julio de 2009 una Corte Federal le impuso una condena de 20 años por delitos asociados con el narcotráfico.
A lo largo de todo el proceso penal, el cual se llevó a cabo sin tener en cuenta el sistema normativo Wayúu y sin contar con la asistencia de un traductor en wayuunaiki, nunca se pudieron escuchar de manera adecuada sus explicaciones y sus argumentos, quedando su testimonio encapsulado en un silencio que, a la fecha todavía no se ha roto. Con su ulterior extradición a Estados Unidos la posibilidad de conocer su versión sobre los hechos de cuya autoría se lo responsabiliza, se desvaneció inexorablemente.
Es por lo anterior que a los diversos relatos y análisis que se han construido sobre las dinámicas del paramilitarismo y el conflicto armado en la Media y Alta Guajira, especialmente sobre los hechos alrededor de la execrable masacre de bahía Portete ocurrida a mediados de abril de 2004, le falta una pieza clave para completar el puzle que permita contar con una visión mucho más completa e integral de esta tragedia y de los acontecimientos asociados a ella.
Hoy a 15 años de su captura, cuando este hecho no tiene ninguna relevancia noticiosa para los medios de comunicación, como si la tuvo el 10 de octubre de 2004, bien vale la pena recordar a José María Barros Ipuana en su faceta más íntima y humana, como cabeza visible de una extensa parentela, conformada por los 14 hijos e hijas que tuvo, como buen Wayúu, con cuatro mujeres distintas, así como los nietos, nietas, bisnietos y bisnietas que han venido llegando, muchos de los cuales no ha podido conocer ni siquiera a través de fotografías; por sus 52 hermanos y hermanas, fruto de las relaciones que sostuvo su padre Juan Manuel Barros con su maravillosa madre Agustina Ipuana y con otras bellas mujeres Wayúu; y, en fin, por todos sus familiares que se derivan por línea materna, los que especialmente constituyen la trama y urdimbre de las relaciones con su gente y con su territorio.
Hay que recordarlo como un hombre muy servicial, siempre presto a socorrer a quien lo necesitaba; entregado a los suyos, a sus familiares y amigos; como un buen conversador y contador de historias y anécdotas, varias de ellas producto de su imaginación; con su buen humor que afloraba en el momento menos pensado, provocando la risa de quienes lo escuchaban; hay que recordarlo desplegando siempre sus dotes de conciliador y buen componedor, privilegiando ante todo los malos arreglos sobre los buenos conflictos; como un hombre respetuoso de las tradiciones de su pueblo; como el típico Wayúu que, pensando en su gente, sobrelleva con fortaleza las vicisitudes de la vida.
Las condiciones de su actual reclusión en Estados Unidos no pueden ser las mejores. En un país extraño, lejos de su tierra y de su gente, no tiene a nadie con quien conversar en wayuunaiki ni a nadie cerca a quien, antes del amanecer, contarle sus sueños, lo que lo habrá llevado a olvidar el arte de soñar; así mismo, ha estado privado de escuchar los cantos y sonidos de los jayeechi que le traían a su memoria las historias de su pueblo; tampoco ha vuelto a sentir los sabores, aromas y texturas de un chivo bien preparado; ya no debe recordar la seguridad que transmite el dormir en uno de esos espléndidos chinchorros, evidencia material del ingenio de las mujeres Wayúu; y debe tener un hueco profundo en su corazón por no haber podido acompañar a sus parientes muertos cuando han emprendido el viaje de regreso a Jepirra…
Como si lo anterior no fuera suficiente, lo que más lo ha afectado es el aislamiento en el que, en la práctica, se encuentra. Al respecto puede decirse que desde que fue extraditado a Estados Unidos nunca ha sido visitado en la cárcel por nadie, ni siquiera le permitieron hablar con unos periodistas que en un par de ocasiones lo buscaron para entrevistarlo, y la comunicación con sus familiares ha sido esporádica, a través de teléfono o correo electrónico, lo que hace muy difícil la manifestación de los afectos y el cariño.
Tal vez, como ya se dijo, sus viajes oníricos han desaparecido, pero cuando está despierto sueña con el retorno a su tierra para contribuir al restablecimiento de los equilibrios rotos, encontrar la paz interior y, recreando los tiempos idos, volver a pastorear sus rebaños de chivos, subirse a una lancha para irse de pesca con los Wayúu apalashi al caer la tarde, al ritmo de un buen vallenato tomarse unos güisquis con sus parientes y amigos y, sobre todo, recuperar sus amuletos, lania, que le permitan volver a soñar para conocer lo que sus ancestros tienen para decirle.
En medio de las adversidades José María Barros Ipuana ha logrado mantenerse como un cardón de su tierra, fuerte tanto en invierno como en verano, máxime ahora que pareciera que el texto de la canción vallenata “Nostalgia de mi pueblo” con la que se comenzó este escrito quisiera hacerse realidad, cuando casi 10 años después de haber sido trasladado a frías y distantes tierras, próximamente estará retornando al país, al que llegará para continuar enfrentando con estoicismo la interminable condena que aún lo espera.
Damaris Barros Uriana es una mujer Wayúu perteneciente al eirruku Uriana de la Alta Guajira, activista de derechos humanos e hija de José María Barros Ipuana. Su correo electrónico es: [email protected]