La artista que echó del país Julio César Turbay por acusarla de ser guerrillera Por: Iván Gallo – Editor de Contenido

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Fue en la madrugada del 24 de julio de 1981 cuando un comando del ejército ingresó a la brava a su taller. Ella se llamaba Feliza Bursztyn Rzeznik, había nacido el 26 de septiembre de 1933 en Bogotá. Ese mismo año Adolfo Hitler se entronizó en el poder de Alemania, creando el III Reich e iniciando una serie de políticas de odio racial y expansión territorial que acabaría con toda la familia que le quedó en Europa. Su abuelo paterno era rabino, su abuelo materno maderero. Eran acomodados. Ella siempre fue una artista, una fuerza de la naturaleza. Había que tener fuerza para manipular los metales, la chatarra. Antes de ella lo había hecho Ramírez Villamizar pero esa potencia de materiales en manos de una mujer era más que atrayente: era hipnótico. En su taller habían motores, fierros. Fue de las primeras artistas en pensar que el arte también podría ser una manifestación, un performance, algo para exhibir en un espacio menos anquilosado que en una galería de arte o un museo ¿Sería que para una mente tan poco sofisticada como la del presidente de la época, Julio César Turbay, era demasiado complejo entender que una mujer tuviera como material de trabajo materiales tan duros?.

Feliza fue una rebelde. Estudió arte y escultura en el Art Students League de Nueva York y la Academia Grande Chaumiere de Paris. Pero siempre regresaba a Bogotá. Era su ecosistema. Feliza, incluso, más de cuarenta años después de su muerte, sigue estando en Bogotá. Cuando estén en un trancón interminable por la calle 100 con carrera séptima vean una de sus instalaciones ahí en la calle. Parece algo recién hecho pero no, lo que pasa es que Feliza siempre hizo obras para que perduraran, para que jamás las tocara el tiempo. A los 19 años, en Nueva York, se casa por primera vez con Larry Fisher, el norteamericano con el que tendría tres hijos. Feliza regresaría al país y se convertiría en la primera mujer judía en divorciarse en Colombia. Le trajo problemas con su padre y con la comunidad judía. Decir que le trajo problemas es mostrar el problema de la manera más ligera. Su papá la mató en su mente e incluso su familia le hizo un entierro simbólico. En un perfil escrito y publicado en la página cultural del Banco de la República, se afirma que todas sus puertas quedaron cerradas para ella. Pero en su taller no llegaba el mundanal ruido. Las críticas las absorbió y las transformó en arte.

En 1955 conoce a un joven poeta que también era un crítico y un intelectual y ese año justamente sacó la publicación que lo haría inmortal: Mito. La revista Mito. Allí se gestó una parte del Boom de la literatura latinoamericana. El hombre se llamaba Jorge Gaitán Durán, era cucuteño y amante de Sade. Y fue su amante. Con él vivió un idilio que la llevó a París.

Aprendió incluso a soldar. Ella misma afirma que se volvió escultora por él. En Paris conoció a uno de sus dioses en vida, Giacometti. En París vivieron cuatro años. Todo se rompió en 1963 cuando, en un accidente de aviación en la isla de Guadalupe, murió a los 36 años. Ese año también murió su padre y le heredó una parte de su fábrica que ella convirtió en su taller de tres pisos donde vivió con sus dos gatas más conocidas: Dada y Wanda.

La casa-taller de Feliza se convirtió en un centro de fiestas para artistas de la talla de Alejandro Obregón. Uno de esos comensales describió de esta manera como eran las jergas en esa casa: “Si usted hubiera probado su tórrida sopa de pimienta, un caldo ralo con pimienta, una pizca de pimienta y más pimienta, su arroz masacotudo con salsa de tomate y mucho queso parmesano, sus secos —a veces sequísimos— espaguetis al ajo o su sólida sopa de garbanzos en cazuela, jamás hubiera creído que durante más de veinte años se sentaron a su mesa pintores, escultores, políticos, críticos, poetas y escritores. Si además de verla, oírla, ir a su casa, espiarla y probar su cocina, usted hubiera sido amigo suyo. Si hubiera tomado con ella Ron 3 Esquinas, vodka o el whisky que compraba por cajas, servía en copas incómodos cubos de hielo y revolvía con el dedo; si hubiera conversado con ella sobre Cuba, Rusia, Colombia, la Cábala, los pros y contras de la Revista Alternativa, los misterios de El Tiempo, las carátulas del New York Review, los artículos de Time, la crítica de arte del New Yorker.”

Se casó cinco veces, recibió el guantazo de la crítica que hablaba mal de sus esculturas, decía que no eran firmes, que se deshacían con nada. Y luego vino Turbay y su estatuto de seguridad. La persecución a todo lo que sonara inteligente. Entraron a su taller y encontraron una vieja pistola que le había regalado un amigo. Además encontraron algunas postales que había traído de La Habana. La trataron de guerrillera, de terrorista. Era el puente entre Cuba y los guerrilleros del M-19. La sacaron del país. En México la recibió su amigo Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha, quienes también acababan de ser expulsados del país donde Turbay Ayala mandaba. Luego se fueron unos días a Paris, allí los alcanzó su último compañero, Pablo Leyva. El 8 de enero de 1982 se van Feliza, García Márquez, Mercedes, Enrique Santos Calderón y su esposa María Teresa a un restaurante en Montmartré cuando ocurre lo inesperado: un infarto fulminante acaba con la vida de la gran artista. Sus amigos jamás pudieron superar ese episodio. Su cuerpo fue repatriado. El presidente Colombia no pidió disculpas, no se retractó, jamás conoció a Feliza.

El presidente de Colombia nunca decía nada.


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