En noviembre, cuando Iván Duque cumplía 100 días de gobierno, salió a la luz una grave crisis de su mandato. Sus iniciativas en el Congreso naufragaban; las fuerzas políticas -incluido su propio partido- criticaban su marcha errática, su caminar sin rumbo; en los medios de comunicación se advertía su falta de liderazgo; y en las calles crecía la protesta estudiantil y la inconformidad social.
Duque tomó nota de todos los reclamos y se propuso relanzar su presidencia, y entonces se embarcó en una campaña internacional para tumbar a Nicolás Maduro; aprovechó la brutal acción del ELN en la Escuela General Santander para romper las negociaciones con esta guerrilla y anunciar una ofensiva contra sus filas; se fue a Washington y declaró a nuestro país culpable del gran crecimiento del tráfico de cocaína y proclamó una nueva política de seguridad y defensa con un marcado sesgo antinarcóticos; estrechó su alianza con el Fiscal General, Néstor Humberto Martínez, para golpear el sistema de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición establecido en el Acuerdo de Paz con las Farc, y produjo las objeciones a la ley de reglamentación de la JEP.
El uribismo se desató en aplausos por el nuevo rumbo del gobierno; los medios de comunicación, especialmente los más cercanos, dijeron que había un nuevo Duque, que ahora sí teníamos un líder en el Palacio de Nariño; los más exaltados dijeron, incluso, que su liderazgo tenía visos continentales, y de la mano del canciller Carlos Holmes Trujillo se había puesto a la cabeza de la región, como nadie lo había hecho antes.
Pero muy pronto todas estas iniciativas empezaron a fracasar. La meta de tumbar a Maduro y llevar a Juan Guaidó al Palacio de Miraflores no resultó. El ‘show’ del 23 de enero que pretendía fracturar a las fuerzas militares venezolanas y producir un estallido social definitivo mediante la introducción forzada de ayuda humanitaria a través de la frontera colombiana, no fructificó. Ahí sigue Maduro con su crisis a cuestas, tambaleando sin caerse, acumulando rencor sobre nuestro país y expulsando a más y más migrantes hacia Colombia.
No fructificó porque Duque se embarcó en la salida menos probable a la crisis venezolana. Apuntarle a que Guaidó, con el apoyo de una parte de la comunidad internacional, podía ganarse el liderazgo de las fuerzas militares venezolanas y encabezar un movimiento social capaz de derrocar al chavismo, es un cálculo malísimo. Las dos salidas más probables son la negociación de un gobierno de transición compartido entre el chavismo y la oposición; o algún tipo de intervención militar abierta; y para cumplir alguna de estas dos opciones, el gobierno de Duque no tiene ni capacidades ni condiciones.
Los anuncios contra el ELN han resultado en nada. Los negociadores de esta guerrilla siguen en la Habana, y la pretensión de que el gobierno de Cuba violara los protocolos acordados para su regreso al país y en una medida arbitraria entregara a los comandantes a la justicia colombiana, no tuvo ninguna aceptación en la isla. Tampoco se han producido los golpes militares que anunciaron contra esta fuerza en Arauca, en el Chocó, en el Catatumbo y en el Cauca; en cambio los del ELN han incrementado su accionar.
Las objeciones a la ley de reglamentación de la Justicia Especial para la Paz, anunciadas por Duque en una alocución presidencial, en horario ‘prime time’, suscitaron una gran reacción crítica de la mayoría de los partidos políticos, de la comunidad internacional y de las organizaciones sociales; ahora el uribismo se está quedando sólo en el Congreso para aprobarlas y modificar la justicia transicional. De nada ha servido la intensa actividad proselitista del Fiscal General en favor de estas objeciones. Las consecuencias en todo caso son muy negativas, porque ha aumentado la incertidumbre en las filas de los excombatientes de la guerrilla y se han fortalecido los críticos y disidentes del Acuerdo.
En el frente de la protesta social no es menos preocupante la situación. Duque no aprendió nada de la movilización estudiantil de finales de 2018. En esa ocasión aplazó su intervención directa y una oferta seria de negociación; dejó crecer la protesta y las vías de hecho, tanto de los estudiantes como de las fuerzas del Estado, para sentarse al final a negociar y llegar a un acuerdo que se parecía mucho a lo pedido inicialmente por los jóvenes. Ahora está ocurriendo lo mismo con la Minga Indígena, con el agravante de que el escenario rural se presta para mayores ingredientes de violencia institucional o ilegal. La protesta tenderá a crecer con los anuncios de los cafeteros, de los maestros y de otros sectores sociales.
Para ajustar, a Donald Trump se le ocurrió decir que el presidente colombiano no estaba haciendo nada para detener el flujo de cocaína hacia Estados Unidos, que la cosa estaba peor que en el gobierno anterior. Con esta declaración quedó en evidencia la errada estrategia antidrogas de Duque. El uribismo, en su afán de criticar el proceso de paz con las Farc, le achacó al Acuerdo el crecimiento del narcotráfico y echó por tierra la idea de una responsabilidad compartida entre países consumidores y productores en la expansión del fenómeno. Por lo visto el gobierno es una víctima de su propio invento.
Ahora, ¿quién responde por todos estos fracasos? ¿El propio Duque? ¿Su canciller y embajador en Washington, tan activos en la estrategia contra Maduro? ¿Uribe, líder en todas estas apuestas? ¿El Partido Centro Democrático? O, en realidad, a todos estos les compete un poco de responsabilidad.