El Estado colombiano ha sido instrumentalizado por la oligarquía con un objetivo, someter a la oposición política e impedir que se conozca la verdad de lo que ha pasado durante sus gobiernos.
Esto ha hecho que sea cada vez más tensa y compleja la relación entre el Estado secuestrado y la Comisión encargada de esclarecer la verdad que surgió del Acuerdo de paz de La Habana. Dicha instrumentalización se ha hecho a través de los partidos históricos Liberal y Conservador, que han mutado a otros nombres.
Socialmente, la oligarquía ha utilizado mecanismos de control, cooptación de intelectuales y sectores de clase media que le ayudan con la administración del Estado.
Económicamente, ha usufructuado del monopolio del Estado por las ventajas que brinda “gobernar” tan compleja y enorme estructura, desde el poder local municipal hasta el nacional.
Se ha dicho con razón que el Estado es, junto a las multinacionales, el negocio más grande y rentable que pueda existir. Sin embargo, no se le puede ver exclusivamente como fuente de usufructo de riquezas por esa minoría que lo monopoliza.
También es importante analizar la relación conflictiva que se da entre los sectores históricamente excluidos de los “beneficios” y derechos (económicos, sociales, culturales y políticos) que brinda el Estado, y quienes lo han instrumentalizado. Solo a partir de allí, se podría descifrar el grado de sometimiento-aceptación, cooptación, favorecimiento, rechazo o crítica que se le ha hecho al tipo de Estado secuestrado que caracteriza a Colombia.
Conflicto que tiene en la movilización ciudadana de hoy una de sus máximas expresiones, más cuando la movilización contra el modelo económico neoliberal, inherente al tipo de Estado imperante, gana fuerza por la extrema injusticia social que ha generado.
Culturalmente, en alianza con sectores de la burguesía tradicional, financiera, agroexportadora, terrateniente (con fuertes rasgos feudales), narcos y mafiosos emergentes que lograron incubar y hacer parte de ésta, más las viejas y “nuevas” iglesias; ha logrado mantener su dominio con altibajos, sobre amplios sectores sociales, como la clase obrera, campesinos, grupos étnicos, población originaria (indígenas) y afroamericanos, clase media y un inmenso sector denominado los “informales”.
En esta laboriosa actividad han jugado un papel destacado los medios de comunicación, verdaderas fábricas de producción de consenso y generación de ganancias. Los cuales han conseguido la alienación de amplio sector social, transversal a su condición de clase, y donde la falta de educación ha sido clave.
Dentro de este contexto, un proceso largo en la historia de gobiernos y el monopolio del poder, emerge de manera contradictoria, por la disputa entre concepciones ideológicas, el problema sobre la verdad histórica del conflicto armado y la instrumentalización militar del Estado con el objetivo de eliminar la oposición política. Y aquí cabría preguntarse:
¿A quién le compete reconocer que el Estado colombiano fue históricamente instrumentalizado por una clase, la oligarquía, con el propósito de eliminar la oposición? ¿Quién cuenta con la legitimidad para asumir tal responsabilidad histórica? ¿La sociedad, esa clase específica, la oposición, la ciudadanía, un movimiento político, la Constitución (un papel en “limpio”), los políticos que han dirigido el Estado, las víctimas?
El reconocimiento y la responsabilidad histórica de lo que ha pasado, implica un hecho poco debatido en el país: el papel de las FFAA y los aparatos de seguridad del Estado. No se asume como un problema siquiera el hecho de que éstas fueron entrenadas en una visión anticomunista y en tácticas contrainsurgentes por militares de EEUU y otras potencias (UK) que les “enseñaron” cómo eliminar la oposición política empleando todo tipo de métodos, para impedir su acceso al poder del Estado.
Puede parecer formal, pero es la sociedad si se la concibe como sujeto de cambio a quien corresponde imponerle al Estado el compromiso de abrir éste y facilitarlo para una paz duradera (deber constitucional art. 22), estable y con justicia social.
Aunque no hay que olvidar que la derrota del plebiscito por el Sí a los acuerdos de paz en el 2016, le dio una base de legitimidad a las fuerzas de extrema derecha que gobiernan, los hacieron “trizas” y enterraron la nueva oportunidad de acabar la guerra. En lugar de cumplir lo pactado, impusieron una dinámica que de nuevo nos devolvió al conflicto armado. Es una de las paradojas más inquietante que ha sucedido en esta década.
Para que el Estado no vuelva a ser secuestrado y el instrumento para la guerra y las graves violaciones de DDHH contra sus ciudadanos por esa clase, sino la base institucional más importante con que cuenta toda sociedad para la realización de la democracia y la justicia social, no hay otra definición según la Constitución vigente hace 30 años, se requiere de un consenso social muy amplio y sólido. Y estamos aún lejos de ese momento, pero como siempre, en la historia no falta quien haga el trabajo de topo y por eso nunca faltarán las bellas sorpresas.
Va a ser una batalla durísima si de lo que se trata es implementar los acuerdos, lograr una justicia transicional con el compromiso de todos los victimarios, cumplirles a las víctimas, impulsar el proceso de esclarecimiento de la verdad, e impedir el negacionismo histórico en las instituciones encargadas de esta tarea fundamental.
Más difícil aún, porque el gobierno de Iván Duque, salido de las entrañas de la derecha y partidos que niegan el conflicto e incumplen el Acuerdo de paz, está del lado de ellos. No sería blasfemo, entonces, afirmar que éste no es más que la grotesca continuidad de esa oligarquía que sigue instrumentalizando al Estado para sus fines.