Este texto acerca de “la vida después de la muerte” o sobre “el más allá”, no tiene ningún soporte científico, como no lo tienen tampoco los que, siéndolos, tratan sobre este mismo tema. La importancia de los estudios científicos sobre la muerte es mucha y valiosa; sin embargo, ninguno de esos estudios ha llegado a conclusiones más sólidas que las de los otros.
Creo que la única opción de la ciencia para que se le atienda y construya una teoría acerca de cómo es la muerte después de la vida, es demostrándonosla, y a primera mano el medio infalible para lograrlo es que los muertos regresen o, lo que es lo mismo, que los vivos podamos ir al reino de las sombras -como quien va a la luna- y volver para contarlo.
Eso es además un precepto de las ciencias: la demostración. Mientras esta no ocurra, todas las teorías son posibles, o al menos necesarias mientras estas pregunten. La formulación de la interrogante ¿qué es la muerte? ya valida la empresa de buscar la respuesta. Se trata de una pregunta singularísima, pues muchas son las respuestas que podemos darle sin temor a ser tildados de equivocados.
Pienso, por ejemplo, que un niño puede responderla diciendo que “la muerte es a donde se van los abuelos a prepararse mejor”, mientras que un adulto puede responderla connotando de la muerte su condición de celestial. Y hasta vale la tácita definición del filósofo rumano Elemire Ciorán, “Vivir es ir perdiendo terreno”, de la cual se desprende esta otra especular: La muerte es la usurpación de la vida. Esto permite una conclusión tajante: excepto una, todas las respuestas, cualquiera que estas sean, remiten a un imaginado ámbito.
Pero, ¿cuál es esa excepción y cuál ese imaginado ámbito? La excepción es afirmar que con la muerte todo se acaba. Y es una insólita postura, porque significa que de todas las infinitas posibilidades de que eso que llamamos “vida después de la muerte” sea la continuidad de algo, nos aferramos a una sola de ellas, a la que sostiene que con la muerte todo se acaba.
Esa elección es tan definitiva que tal vez hasta sea eso la muerte: el pensar en fórmulas de interrupción irremediable. Quien comienza el debate sobre “la vida después de la muerte” o “acerca del más allá” aduciendo que con la muerte todo se acaba, fulmina al instante la vida del discurso, obstaculiza lo dialéctico. Los otros, los que imaginan un ámbito para la muerte, o quienes definen situaciones para su existencia prendidas a un espacio, por el contrario abren la puerta a la disertación.
A veces, en muy pocas ocasiones, la alusión a la muerte me pone frente a una galería de retratos de amigos y familiares muertos. No es una experiencia desagradable, pero acongoja el alma. Sin embargo, el tiempo en su función de producir olvido, produce también alivio. De esa emotiva suma de rostros los que más me duelen son los muertos recientes, como la muerte de mi madre que ha suscitado estas líneas bizarras.
Soy consciente de que las muertes pasadas, habiendo sido las más desconsoladoras en el momento de su ocurrencia, hoy el tiempo las ha aliviado. Me duelen los muertos que recién estuvieron vivos, los otros ya son de allá. A veces, mis familiares y amigos ausentes, parecieran mirarme desde su secreta dimensión, y en seguida percibo aquella realidad como posible.
No obstante, su mundo es de nieblas. En torno a cada imagen hay un vacío denso, no es la nada, hay allí algo de movimiento y presencia. En cambio para quienes niegan la trascendencia de la vida, la muerte es la inercia. De hecho, la muerte es también sinónimo de quietud inútil: las flores muertas son estructuras de quietud inútil. Pero esa es la muerte de las cosas.
La muerte de los humanos es otra, ni siquiera alcanza a ser “naturaleza muerta”, sencillamente porque desaparece el cuerpo. Los huesos o sus cenizas quedan, pero ellos no hacen parte del proyecto esperanzador de viajar o de trasladarnos a otra dimensión. Los huesos sólo son depositarios del respeto a los muertos. Respeto soportado sobre el convencimiento de que el alma de los muertos está lejos o muy cerca; pero no en los restos, ni pendientes de ellos.
Cuando pensamos en la vida después de su último momento, el denominado “instante muerte”, lo hacemos generalmente con el pre-conocimiento de que lo otro, el ámbito “del más allá”, no incluye más que el alma. Ni siquiera los pensamientos tienen boleto asegurado para el viaje final. Las ideas tampoco caben en el lugar de la no-vida. Aun así, existe la creencia de que hay que preparar a los muertos para que su alma viaje, y para ello es sagrado e indispensable tener el cuerpo. En las prácticas y rituales de creencias humanas, por muchas diferencias de clase, de raza, de nivel de civilización, cultura, desarrollo, condición social o creencia que haya, siempre se celebra el misterio de la muerte con la misma esperanza: viajar a un lugar mejor.
De modo que la experiencia de la secuencia de los retratos de mis amigos y familiares muertos, me afirma una opción: sí, hay algo allí; de pronto una realidad paralela, tal vez esté muy cerca y los clarividentes, los médiums y los espiritistas, hasta tengan razón: los fantasmas y los espíritus existen.
Sin embargo, hay una noción dramática de la muerte o, más precisamente, triste: la muerte de los seres queridos. Cuando en nuestras reflexiones la asociamos con tan desafortunada opción, palidecemos. Nadie quiere la muerte para sus seres queridos, así la naturaleza o Dios nos estén evidenciando que no hay otra manera de vivir plenamente la vida que no sea viviéndola hasta su último momento; es decir, hasta la muerte.
Tal vez, esta sea la peor forma de abordar dicho tema. Ni siquiera la muerte de uno mismo es tan preocupante. No sé si así sea para todos; pero, por ejemplo, una amiga enferma de cáncer y madre de tres niños, me dijo que no temía morir por lo que ella se perdiera de la vida, sino porque no era capaz de desearle a nadie el dolor que significa la muerte de un ser querido, y sus hijos, de ocurrir la suya, serían los inmediatos afectados.
Pienso, en efecto lógico, que de tratarse de una persona a la que ninguno quiere, ni nadie extrañaría, entonces la muerte puede ser la solución a todos sus problemas, y con mayor razón si estamos poseídos por el convencimiento de que tras ella nos espera el Edén. Vale advertir, que no estoy proponiendo la práctica del suicidio como la vía expedita para acceder al Paraíso, y no lo haría, porque mi incredulidad y también mi credulidad, me impiden dar el valor de factible a la opción del Edén, aunque he escuchado numerosas versiones de gente que estando en trance de muerte han visitado los suburbios del paraíso , también una vez escuché la experiencia de un fallido suicida hablando sobre su contrario, el infierno, y le vi la verdad en los ojos y le creí; porque, les aseguro, no parecía estar mintiendo.
En esencia, esto fue lo que dijo: “Cuando la soga me apretó el cuello sentí que empecé a caer, debajo había lo más parecido a un estadio y yo estaba cayendo sobre él. Las graderías eran cúmulos de gente gimiendo y sufriendo. Entendí que era el infierno y fue cuando, no sé cómo, estiré mi brazo derecho y me alcé para aflojarme la cuerda”.
Aun así, nada es convincente. Un experto siquiatra o un médico general, quizás dirían que esas imágenes fueron producidas por un estado mental explicable, y que no son más raras que los sueños que producen una mala digestión mientras se duerme. El neurólogo colombiano Rodolfo Llinás, considera que la vida se acaba con la muerte y que luego de ello ni una ni otra se desarrollan. El poeta Mario Rivero, no hablaba de la vida, porque era grande el presentimiento que lo agobiaba: “Si hablo de la vida –me dijo alguna vez- voy a hablar mal de ella, y si hablo mal, al morir es posible que me castiguen devolviéndome otra vez a vivirla”.
Hace ya unos cuantos años, el papa Benedicto XVI, dijo que el lugar del infierno estaba aquí en la tierra, en la vida. Yo me pregunto: ¿Y si no fuera así? De no ser así, no hay ni que pensarlo, tácitamente el infierno sería un lugar peor que la Tierra. Con todo, en la premisa del papa, su intención era comunicar que lo peor ya lo conocemos y que solo nos falta lo bueno por conocer.
En mi experiencia de vida, no recuerdo que me hayan enseñado “la muerte”. Sí, “la muerte”, así -tal un tema del pensum académico o como el estudio de la biología- nunca me la enseñaron. Cuando uno hace conciencia de la muerte, inevitablemente encuentra que ya sabía de su existencia, o mejor, de su preexistencia. De ahí la inquietud acerca de la vida y la muerte; porque ni la ciencias ni la iglesia y las religiones han podido explicarla a satisfacción, de modo que esa respuesta la elabora cada quien desde su albedrío, en una suerte de torre de Babel.
El escritor Camilo José Cela, observaba que nos preocupamos mucho por saber para dónde vamos, pero no se nos ocurría preguntarnos de dónde venimos. Decía el nobel español, en conversación con un periodista de la RTV española, que nadie había regresado de la muerte para decirnos si en esta se existía o no, pero que tampoco ninguno recuerda de dónde viene y aún menos cómo era ese mundo microscópico del cual hizo parte antes de nacer.
Una inversión del tema, la de Cela, que da paso a esta interrogante, ¿cómo es la vida vista desde la muerte? Una vez tuve un sueño, donde entendí que moría: una ola gigante nos había cubierto a varios muchachos del barrio. Hubo un instante de angustiosa y absoluta oscuridad y cuando volvió la luz, vi cómo la ola se devolvía; pero, en seguida, noté que allí, en la orilla de la playa, donde ya no quedaba sino arena, no estaba ninguno de mis amigos. Entendí que la ola los había arrastrado consigo, y me disponía a buscar ayuda cuando, de pronto, la angustia y la desesperación fueron arrasadas por una envidiable placidez. El mundo se iluminó casi frívolamente, y ahí, en medio de un aura de encantos, apareció mi abuela paterna en actitud de recibimiento: al verla comprendí que estaba muerto, y sin decir palabras me fui feliz con ella, como no lo habría hecho de estar vivo.
En esa realidad paralela yo no tenía ninguna nostalgia por persona alguna, ni interés alguno por algo que se llamara vida. En ese sosegado sueño, como en otros donde ocurre mi muerte, la experiencia traumática está del lado de la vida, la vida es la hostil. De este lado nos persiguen, nos acosan, nos violentan, hasta cuando, de pronto, traspasamos la línea de frontera y al instante somos blindados, inmunes, no pesamos y, lo más importante, no hay nada de qué preocuparse y ni siquiera sabemos lo que ello significa.
Esta es otra diferencia importante: allá no existen las preguntas -recuerden que estoy infiriendo sobre la ficción de un sueño- y en consecuencia tampoco las preocupaciones ligadas a preguntas primarias de esta traza: ¿Qué hago para alimentarme? ¿Cómo me protejo de la intemperie y de los peligros? ¿Por qué existo?
Ahora bien, la muerte, desde nuestra consideración personalísima no es más que eso: una consideración personalísima. No involucra el entendimiento ni la comprensión de los otros. A no ser que la realidad sea la imaginada por Borges, o quizás provenga de Swedenborg, y cada quien sueñe la noción de su esquema de vida y muerte, con lo cual sólo existiría ese único sueño, el sueño de la vida. La ambigüedad del tema es tan riesgosa que hace de las imaginaciones de un intelectual como Borges, o de las elucubraciones de un filósofo como lo fue Swenderborg, posiciones parejas a las ocurrencias de cualquier vecino; pues tanto unas como otras son provenientes de una apuesta imaginativa.
Llama la atención, que siendo el tema de la muerte un discurso abierto al debate; pues en todo momento de la existencia humana no hemos hecho sino dar vueltas en torno suyo, todavía no hayamos avanzado un solo segundo hacia una posible respuesta incuestionable. A los científicos que estudian el origen del universo, les ha ido mejor en tal empresa. Hoy pueden vanagloriarse diciendo que matemáticamente están a un segundo de la gran explosión (del Big Bang), ocurrida hace miles de millones de años. Pero ¿cuándo se ha dicho que estamos, aunque fuera a un millón de horas, de saber qué hay después de la vida?
Empero, y siendo justos, debemos considerar que el objeto de estudio de los astrónomos es tangible, y el de quienes estudian o reflexionan sobre la muerte es etéreo. De cualquier forma, ambas situaciones -el universo y la existencia de “la vida y la muerte”- siendo extrañas entre sí, podrían ser parte de un mismo ente y tal vez las aplicaciones y logros de una, análogamente sirvan para esclarecer las incógnitas de la otra.
Una de las leyes más importantes de las ciencias naturales dice que “la energía no muere ni se destruye, sólo se transforma”, lo cual es un hecho demostrado. Esa ley, precisada por la comunidad científica (Lavoisier y Lamonósov) del siglo XIX, todavía hoy constituye el más importante de los argumentos de quienes defienden la idea de “la vida después de la muerte”.
No es tan claro que la mente, es decir, aquello de mayor interés para conservar como humanos, al morir se disperse o transforme en algo semejante o más elaborado que lo conocido en forma de vida; o si por el contrario cada partícula de su energía, al ocurrir la muerte toma su rumbo y nada lleva en su memoria -si hubiera memoria- acerca de lo que fue o de aquello de lo cual hizo parte.
El universo, la materia en su transformación, y cuanto existe, parece encontrarse en un continuo viaje. Y tal vez el itinerario de la energía de la vida después de la muerte, también sea el mismo que siguen el polvo estelar y las estrellas desde la gran explosión. A los ojos de los científicos, los exámenes de los hechos que involucran la evolución de lo existente, no suscitan preocupación existencial, aun tratándose de la muerte y, por el contrario, producen alivio. Es algo singular, pero es así.
Cuando se adquiere información acerca de lo grande y misterioso que es el universo, y cuando tenemos noción más o menos precisa del concepto de lo infinito; cuando comprendemos que el universo es un montón de escombro encendido, viajando por causa de una enorme explosión, entonces, en ese momento, descansaremos un poco de la gravidez de la existencia y veremos innecesario tanto esfuerzo por lo vital, si lo que rige es lo inerte.
Los profesionales del oficio de cazar fantasmas, por lo general dicen captar luces, sonidos, campos de energía, y situaciones del mundo material invisible. Los médiums que viven de ello, no sólo los ven de carne y hueso, sino incluso vestidos. Alguna vez, debatiéndole a un amigo su versión de un fantasma vestido, le dije que la ropa me parecía la principal prueba de que su historia era una farsa. En seguida me contestó que los fantasmas, de cualquier manera superiores a nosotros, no sólo no usaban ropa, sino que carecían de cuerpo, de volumen, y que estos adoptaban esas formas con el propósito de facilitarnos la percepción de su presencia. No hallé cómo responderle, excepto con una evasiva tergiversación como esta: “¿Ellos te lo dijeron?
De hecho, aquí me he referido a lo ambiguo del tema; y a cómo cualquier opinión puede considerarse válida, hasta que no se demuestre lo contrario. El sentido común ha fallado muchas veces. Los conflictos históricos dan razón de las rivalidades y confrontaciones en defensa de específicas creencias.
La idea acerca de la estructura y el funcionamiento del Sistema Solar, por ejemplo, marcó la política, la economía, la religión, y la totalidad de los asuntos sociales, hasta que por fin pudo demostrarse, científicamente, que el sistema solar funciona dentro de unas leyes físicas inequívocas, reguladoras del movimiento de los cuerpos.
Así, un día, quizás haya que aceptar la verdad de un hecho ya pronosticado, pero sujeto de rechazos y malquerencias a cuenta de su insólita condición de irreal, como cuando en el pasado hicieron mofa del astrónomo y filósofo Giordano Bruno (1548-1600) y hasta lo quemaron en una hoguera por atreverse a disentir de lo anunciado por la iglesia acerca del funcionamiento del sistema solar y de la existencia de infinitos planetas habitados por otros seres. O como cuando, años después, confinaron a Galileo Galilei (1564-1642) a prisión perpetua y a la abjuración de sus ideas, por haberse atrevido a decir que el sol, distinto a como reza la Biblia, permanece quieto, mientras la tierra gira a su alrededor.
La dificultad de atender versiones sobre asuntos que no se han resuelto, deriva generalmente de su existencia por fuera del contexto lógico –el determinado por la comunidad científica- y por fuera de los procesos racionalmente indicados para una adecuada consecución y posible demostración de una verdad oculta.
No obstante, incluso a muchos de estos adelantados no les fueron aceptadas las demostraciones, por contundentes que estas fueran, temiendo que afectaran intereses de poder político o, lo que es más normal, por decisiones demoniacas de la Santa Iglesia. Vale decir de esto último, que la iglesia ya ha pedido perdón por la mayoría de los “errores humanos” cometidos por ella.
De cualquier manera, afortunada o desafortunadamente, la Iglesia aparece cuando se habla de la muerte, y eso es normal, ya que una de sus funciones consiste precisamente en la asistencia espiritual. Precisamente, el ritual de la unción de los santos óleos y la confesión, en el caso de la religión católica, significa la creencia en un más allá, la certeza de un Reino celestial aguardándonos y el reconocimiento de que sólo hasta la última exhalación de vida, puede asistirnos la Iglesia.
Dichos rituales, son muestra del total desconocimiento de la Iglesia acerca de ese ámbito al que justamente denomina “misterio”, y del cual no ha podido construir entendimientos demostrables. De modo que la Iglesia, al no existir racionalidad en sus especulaciones, se apoya en la Fe; la Fe, que es una respuesta tajante del tipo: “¡No preguntes!”.
En efecto, para que la Fe funcione, no debe haber preguntas. Los cuestionamientos sobre las dudas trascendentales son necedades ante la Fe. Creer o no creer. Los que creen, lo hacen porque tienen fe. Los que no creen, también la tienen, pero no la usan para suplir la falta de respuestas ante las grandes preguntas que delimitan la filosofía: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, y ¿para dónde vamos?
La muerte exige, en su condición de concepto, definiciones de ambos horizontes –religiosos y filosóficos-. Se me ocurre que tal vez no haya otra forma de bosquejarla que bajo esa simbiótica conexión entre materia y no materia. No obstante, como ya lo he mencionado, entre tantas infinitas posibilidades no es potestad de ninguno excluir opciones como que la muerte ocupe un espacio sin materia y sin energía; tal vez, el sueño del que hablara Borges. No obstante, yo prefiero, ese es mi impulso intuitivo, creer en la versión celestial, porque implica un sosiego advertido y absoluto.