La Pitufopolítica y el péndulo de la corrupción- Por: Laura Bonilla- Pares

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He de confesar que durante muchos años creí que el problema fundamental del país era que gobernaban los malos. Dejé de creerlo cuando, después del esfuerzo y el costo de haber denunciado los escándalos de la parapolítica, lo que vino no fue un cambio, sino una sofisticada adaptación. Con el tiempo, los escándalos se olvidan y aquellos grupos políticos que llegaron al poder a punta de “manejar” la intermediación con el Estado no solo han sobrevivido, sino que siguen en el poder. Y seguirán, porque, como dijo Petro, esa es la forma de hacer política: la que lo hizo perder en 2018 y la misma que lo llevó a la presidencia en 2022.

Aprendí entonces una verdad irrefutable que procuro recordar cuando estalla nuevamente la indignación colectiva: cambia la gente, el mecanismo sigue intacto. La ratificación de Armando Benedetti, el escándalo en la UNGRD y los tentáculos políticos de Papá Pitufo, el más reciente escándalo de corrupción, donde incluso hay expresidentes mencionados, me lo confirman.

Desde el Proceso 8.000 hasta la Pitufopolítica, pasando por la Parapolítica, el Cartel de la Toga y el caso Odebrecht, el patrón es el mismo: políticos que reciben dineros ilegales para campañas y, a cambio, reparten el Estado en favores, contratos y puestos. Hacen que la corrupción viva y que las economías ilícitas, contrabando incluido, tengan un nicho de protección. De hecho, el poder político en Colombia se sostiene sobre un hecho básico: nadie accede a la política ni al empleo público sin representación política. Cualquiera que haya trabajado en el sector público lo sabe, pero nadie lo menciona hasta que estalla un escándalo. Y estos escándalos no son más que placebos para hacernos creer que tenemos el control.

Nuestra sociedad política vive en un estado de negación, o si se quiere, de disonancia cognitiva. Cada vez que se destapa un escándalo, reaccionamos con indignación, como si no supiéramos que esto es, en realidad, el día a día. Todos estamos atrapados en un sistema donde la recomendación es la moneda de cambio más importante del país. La llamamos “la dinámica”, “la política”, la “intermediación”, el “manejo”, pero en esencia es lo que sostiene nuestro sistema político: el intercambio de favores.

Un contrabandista, Diego Marín, empezó a hacer negocios con los Rodríguez Orejuela a inicios de los años 90 y consolidó su imperio en el contrabando de todo tipo de productos. Durante décadas, este negocio ha sido altamente rentable, no solo por la evasión de impuestos, sino porque facilita el lavado de activos. En Colombia, el contrabando rara vez se ha visto como un delito grave. De hecho, en un país donde el Estado nunca ha sido capaz de garantizar bienes y servicios de calidad, muchos lo ven como una forma de supervivencia.

En 1994, con la atomización del Partido Liberal, las campañas se hicieron más costosas y dependientes de individuos con aspiraciones propias, en lugar de estructuras partidarias. Esto benefició a los caudillos regionales, pero también abrió la puerta a empresarios ilegales que siempre han necesitado acceso a la política para evitar regulaciones, saltarse normas o mejorar su posición frente a competidores. Durante treinta años, múltiples gobiernos han recibido dinero del contrabando y, por esa vía, del lavado de activos. Eso significa que Papá Pitufo ha recomendado a diestra y siniestra: políticos de todas las banderas han gozado de su beneplácito y su dinero, y funcionarios recomendados han logrado romper la muralla de hierro de la movilidad social.

Honestamente, ¿alguien cree que el hoy defenestrado contrabandista ha perdido un ápice de poder en estas décadas?

Quería cerrar esta columna con una solución, una idea o una propuesta. No pude. En todos estos años cubriendo corrupción, escándalos, elecciones y políticas, he visto pasar incontables nombres en bases de datos, diagramas de red y demás. Cientos de políticos han ido a la cárcel y seguimos con un Estado diseñado a la medida de la clase política. Lo único que podríamos hacer es dejar de fijarnos en los nombres y empezar a desmontar los mecanismos.

Pero claro, eso implicaría querer cambiar el sistema. Mejor esperemos el próximo escándalo.


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