Por las horas de la mañana de un día radiante de julio del año 1870, varios trabajadores de una hacienda ganadera en el Estado Soberano del Magdalena, que para el entonces era una de las divisiones administrativa y territorial de los Estados Unidos de Colombia, llegaron en sendos caballos a una región apartada, en busca de unas reses que se les había perdido horas antes, tras dejarlas a solas mientras pastaban. Entre el grupo de los trabajadores se hallaba el capataz, un hombre alto, bien parecido, de ojos marrones claros, cabellos negros y muy estrictos. También se encontraba un indio muy conocedor de toda aquella región que abarcaba desde el valle de un extinto cacique, hasta una serranía que servía de frontera con el vecino país de Venezuela. El lugar estaba alejado de la hacienda donde laboraban, pero a la vez se hallaba cerca a una población, cuyos habitantes eran conocidos por ser muy pacíficos.
El capataz, de una voz gruesa y pausada, aún con algunos rasgos lingüísticos de los primeros españoles que llegaron por esas tierras todavía vírgenes, dio la orden para que se iniciara la búsqueda del ganado extraviado y pidió que cada uno del grupo lo hiciera por zonas distintas, con el fin de ganar tiempo y velocidad, antes de que cayera el día. El aborigen fue el primero en emprender la búsqueda, dirigiéndose hacia la serranía, mientras el resto se esparció por los alrededores sin alejarse mucho del punto de partida, ya que, como conocían poco del terreno inexplorado e inhóspito, temían perderse al volver hacia el mismo sitio.
Tras varias horas de búsqueda, cuando despuntaba la tarde y el cielo por aquellos lares comenzaba a encapotarse, por lo que no permitía la penetración de los rayos solares, todo el grupo de trabajadores regresó al punto de partida sin noticia del ganado, menos el amerindio, quien por ser más experto en la materia, se había adentrado hasta las primeras estribaciones de la inmensa serranía. El muy acucioso nativo había llegado hasta donde ningún colono lo había hecho antes e incluso ni él mismo, por lo que se sorprendió al toparse con una extensa sabana repleta de pasto, el cual parecía no haber sido pisoteado en años ni siquiera por ningún animal salvaje.
Mientras contemplaba esa vasta llanura subtropical, el indígena descubrió en medio de ella el ganado que se había extraviado ese día, por lo que regresó de inmediato con su caballo veloz hasta el lugar donde se había acordado el reencuentro con el grupo de trabajadores, a fin de darles la formidable noticia de su hallazgo. Cuando lo hizo y empezó a contarles al capataz y al resto de los jornaleros, los cuales se veían extenuados por sus exploraciones infructuosas, el agitado indio no pudo describir bien la parte donde había hallado el ganado y en vista de que no le entendían, acudió a compararlo con un territorio que conocía muy bien como a la palma de su mano, ya que su descendencia provenía de allí.
¡Como Manaure, como Manaure! les habría exclamado varias veces.
El caporal, tal vez con una sonrisa burlona dibujada en su boca, de seguro trató de ayudarlo, completándole la idea: ¿»El sitio se ve como el pueblo guajiro de Manaure, es lo que quieres decir?» le indagaría.
Si, como Manaure, como Manaure habría insistido el indígena.
Todos allí tenían que saber cómo era el pueblo de Manaure en el departamento vecino de La Guajira, un lugar desértico, con un clima caliente y situado al pie del mar Caribe, en donde sus habitantes desde entonces se dedicaban a la recolección de pilas de sal marina en sus orillas, por lo que ninguno de seguro podía comprender la comparación que intentaba hacer el aborigen. Por eso entonces prefirieron mejor comprobarlo ellos mismos y decidieron ir hasta el lugar con la guía por supuesto de quien había encontrado de primero el ganado. Al llegar a la maravillosa planicie llena de vegetación arbórea y abundantes plantas herbáceas, en efecto, observaron que allí seguía el ganado dándose su festín con las hierbas frescas del erial llano. No obstante, como era de esperarse, no le pudieron encontrar ninguna semejanza con el territorio que puso de ejemplo el indígena y por eso el capataz le habría tenido que volver a averiguar:
Dime indio: ¿En qué se parece esto a Manaure?
Y aquel confundido originario, sin duda, habría defendido su ilustración descabellada, dándoles a entender, mediante señas con las manos, que se había referido a lo plano del campo, parecido a las salinas manaureras guajiras.
Ombe indio ni tampoco en eso se parecen habría dicho finalmente el capataz sin dejar de dibujar la sonrisa burlona en sus labios, que de seguro ya los tenía agrietados y morados por el frío de perros que hacía por esos días de mediado de aquel año de finales del siglo XIX.
Antes del anochecer, el grupo de trabajadores retornó a la hacienda con el ganado intacto, lo que llenó de alegría al propietario, un colono también descendiente de los españoles que desembarcaron en América durante los 378 años que llevaba de conquistado el mal llamado nuevo continente. Sin embargo, se alegró aún más cuando le hablaron bellezas sobre el lugar donde encontraron sus reses: «Allí el ganado podrá pacer todo el año sin tener que llevarlos a otros prados desconocidos», le habría asegurado el capataz, cuyo primer nombre de pila era Silvestre. «Podemos incluso trasladarlos hasta allá de forma permanente». El hacendado, a quien solían decirle Don Buenaventura, se mostró interesado en la propuesta de su capataz y le ordenó que organizara para el día siguiente, una nueva visita a la extensa sabana de ensueño y ver con sus propios ojos lo que tanto les había asombrados.
A primeras horas de la mañana siguiente, cabalgaron sin cesar hasta ese sitio y, efectivamente, apenas el señor Buenaventura vio la tierna sabana, se enamoró de ella. De inmediato le volvió a dar instrucciones a su hombre de mayor confianza, para que desde ya se pusiera al frente del proceso de mudanza de su ganado y de los otros menesteres que había que hacer, como por ejemplo, construir un establo, los corrales y buscar una muy buena fuente de agua, a fin de adecuar el lugar para sus animales vacunos. En menos de un mes, peones, mujeres de la servidumbre y hasta los hijos de todo el personal que laboraba en la hacienda, construyeron lo necesario e incluso hasta una casa donde podían dormir los vaqueros. De la misma manera construyeron un canal de agua, desde un río helado que descubrieron existía por todo el centro de la verde sabana, para llevar el preciado líquido hasta un pozo profundo que cavaron cerca de los corrales y la vivienda.
Durante meses, como los vaqueros y demás personal de la hacienda, las mujeres ordeñadoras y los encargados de transportar los productos lácteos, curtir los cueros, sacrificar las reses para extraer sus carnes y fabricar sebo, se la pasaban casi todo el tiempo en ese nuevo lugar, el capataz Silvestre volvió a sugerirle a Don Buenaventura, la idea de construir en la nueva tierra, más aposentos con el fin de que los trabajadores se fueran a vivir allí con sus familias, a las cuales no veian mucho por estar laborando en esa tierra lejana de las estribaciones de la serranía, también conocida como la Serranía del Perijá. Y el hacendado le volvió a hacer caso, pero puso una condición: Que cada trabajador construyera por cuenta propia su casa. Y así sucedió.
A la vuelta de cinco años, vivían allí ya y en sus propias viviendas, un total de 300 familias, de trabajadores y los hijos de los trabajadores, conformándose un pueblo, por lo que tuvieron que pensar después ponerle un nombre. El capataz Silvestre también se construyó una vivienda, a la cual le añadió un enorme patio de unos cien metros de largo, de lo cual doy fe de él porque, 88 años más tarde, cuando yo tenía tres años, lo vi durante mi primera visita a esa casa grande, en 1963. Ese día también vi por primera vez a mi abuelo, Antonio Cotes, padre de mi progenitor Miguel Cotes y uno de los hijos mayores de aquel estricto capataz cofundador del pueblo que, en 1875, bautizaron con el nombre de Manaure por la descripción errónea del amigo indígena para referirse a la sabana donde había hallado el ganado perdido. Sin duda él también hizo parte de la creación de aquel pueblo, lástima que no encontré su nombre en la versión oral contada por mi padre, cada ocasión que se la pedí me la contara, una historia que, según él, se la narró su padre, quien a su vez se la había relatado su progenitor o su abuelo, el capataz Silvestre Cotes.