Colombia es un país marcado por profundas desigualdades económicas y sociales que han dado forma a su historia y a su conflictividad política. En estos días de inicio de campañas electorales y de reformas negadas, es fundamental diferenciar la lucha de clases, un concepto estructural y analítico, del odio de clases, una distorsión subjetiva que entorpece la comprensión de las dinámicas socioeconómicas.
La lucha de clases, así como la lucha contra el cambio climático se entiende como un proceso histórico inevitable en sociedades estratificadas económicamente, mientras que el odio de clases responde a una emoción polarizadora que es alimentada para obstruir la transformación social consciente. En Colombia, la persistencia de una estructura económica basada en la concentración de la riqueza, la explotación laboral y las barreras a la movilidad social son factores que inevitablemente alimentan la lucha de clases.
El conflicto entre los sectores dominantes y las clases dominadas no es una cuestión de meras diferencias de opinión o resentimientos personales, sino una relación objetiva de explotación y desigualdad. En este sentido, la lucha de clases se debe considerar como un motor histórico de cambio y no una incitación a la violencia irracional. Es un concepto que permite entender por qué persisten inequidades profundas y cómo se pueden transformar.
Mientras que la lucha de clases busca transformar legítimamente las estructuras injustas, el odio de clases se basa en una simplificación emocional limitada a la estigmatización y la polarización de los actores sociales para sabotear dichas transformaciones. Este sentimiento es instrumentalizado para movilizar adhesiones políticas sin transformar las condiciones materiales que perpetúan la desigualdad.
Confundir a propósito la lucha de clases con el odio de clases, solo busca deslegitimar la reivindicación y la lucha popular por los derechos despojados o negados. Sectores privilegiados perciben cualquier crítica a la estructura económica como un ataque personal, mientras que sectores populares pueden caer en la trampa de reducir su lucha a una oposición visceral contra individuos de clases altas en lugar de focalizarse en las condiciones sistémicas que perpetúan la injusticia a que son sometidos.
En el contexto colombiano, la lucha de clases no puede analizarse de manera aislada del conflicto armado y la construcción de una paz duradera. Fenómenos como la corrupción y el narcotráfico han profundizado las desigualdades y han sido utilizados para perpetuar estructuras de poder que benefician a una élite económica y política. La corrupción ha permitido el desvío de recursos públicos generando violencia, mientras que el narcotráfico ha alimentado el conflicto armado y ha creado economías paralelas que distorsionan el desarrollo social y económico del país.
La consolidación de la paz requieren un enfoque que ataque las raíces estructurales de la desigualdad. La lucha de clases debe orientarse hacia la construcción de instituciones sólidas, la eliminación de la corrupción y la implementación de políticas públicas que fomenten una distribución equitativa de la riqueza, transformándose en un proceso de reivindicación social sin caer en dinámicas de violencia.
Si bien la lucha de clases es inevitable en una sociedad desigual, su dirección y resultados dependen de la capacidad de los actores para comprender sus causas estructurales y organizarse de manera estratégica. La educación, la organización colectiva y la acción política pacífica e informada son herramientas clave para que la lucha de clases se convierta en un motor de justicia y transformación social real, más allá de la polarización que paraliza el cambio y genera violencia