Los medios de prensa (especialmente la Revista Semana, Caracol, La W Radio, RCN y Blu Radio) en una campaña política ruin, han venido produciendo, día tras día, noticias falsas o imprecisas para poner al pueblo en contra del gobierno. Para ello, perversa y ridículamente, responsabilizan al presidente Gustavo Petro de los males del país que –como lo conoce bien el pueblo entero– tuvieron su origen y fueron forjados durante el tiempo en que estos medios disfrutaban de un amplio campo de acción para las investigaciones políticas, económicas y sociales. Eran únicos dueños de la tecnología y eran quienes podían propagar, exclusiva y eficazmente, los hechos noticiosos que ocurrían a puerta cerrada. Hoy, para desgracia de su esencia non sancta y para fortuna de la información, le hacen contrapeso medios alternativos de muy bajo costo, pero de alta ética (pienso, entre otros, en Alejo Vergel, Colombia Hoy y Daniel Monroy).
Pese a ello, basta revisar la historia reciente de Colombia –la Comisión de la Verdad y la JEP han develando parte de ella– para confirmar que esos medios –hoy calumniadores profesionales– fueron expresamente cómplices. Coadyuvaron con sus opiniones y “visión de país” –como lo decían ellos mismos– en el trazado de líneas políticas de barbarie. Es bastante conocido, por ejemplo, cómo algunos periodistas se ponían de acuerdo con Carlos Castaño y con Salvatore Mancuso, para difundir sus insensateces y dilatarles la cobertura de acción criminal.
Lo insólito de esta prensa irracional es cómo –al no encontrar irregularidades en los actos del presidente Petro– se inventan burdos chismes contra él, culpándolo, como ya lo he dicho, de los males del país. Insólito, porque estos medios vienen existiendo desde los inicios de la barbarie en Colombia y, al parecer, nunca visualizaron nada, ni se preocuparon por investigar quiénes o cuáles circunstancias promovían la barbarie y cuando lo hicieron siempre fue por los bordes.
Al igual que los organismos de justicia (sin descontar ninguno) los periodistas evitaban las investigaciones y denuncias donde estuvieran implicados miembros de las élites corruptas. Incluso, todavía hoy, se cuidan de nombrar al innombrable, y muchos de esos periodistas aun lo califican de “presidente eterno”. De no ser por las organizaciones de derechos humanos, por los movimientos sociales, por el desplazamiento masivo de campesinos violentados, o por la Comisión de la Verdad y la JEP, no hubiéramos conocido nunca esa realidad administrada y moldeada por bárbaros corruptos.
Esta prensa mentada, dedicada a calumniar rastreramente al gobierno de Petro, no percibió durante los anteriores mandatos la inclemencia de los paramilitares contra la población civil (ahí están los hornos crematorios); no creyó en el asesinato sistemático de jóvenes indefensos, eliminados para que Uribe, en sus dos gobiernos, se vanagloriara con victorias militares inexistentes y, por el contrario, hicieron resonancia de su imagen promocionándolo, qué vaina tan absurda, como “El Gran Colombiano”.
Esa prensa y sus periodistas no vieron los actos gigantescos de corrupción en la salud, teniendo todas las herramientas para averiguarlo y, en contraste, se desgastan en admiraciones al señor Alejandro Gaviria que, en calidad de ministro de Salud, al advertirlas –esa es mi convicción– se hizo el de la vista gorda. Tampoco investigaron, o lo hicieron igual por las orillas, los abrumadores actos de corrupción como, entre otros, los de Reficar y Odebrecth. Nada delictuoso advirtieron en el expresidente Duque, ni en sus aliados políticos, que robaron al país con la complicidad de los entes de control y de las amañadas clases políticas del Congreso; las mismas que, directa o indirectamente, propiciaron el paramilitarismo, la parapolítica, el narcotráfico y las bandas criminales.
Ahora que tenemos un presidente no corrupto y dispuesto a perseguir a quienes sí lo son (ya fue radicado el proyecto de ley “Jorge Pizano” para la protección de los denunciantes); ahora que tenemos un presidente dado a poner en boga la sana convivencia, promoviendo la educación y la cultura, y decidido a eliminar los factores generadores de la guerra –no importa si perdonando a sus protagonistas, como ya lo han hecho anteriores gobiernos–; ahora cuando tenemos de verdad un presidente admirable, salen a relucir estos periodistas de pacotilla y los políticos nostálgicos del reino del hampa, con estrategias de oposición política basadas en mentiras y en la destilación de odio, tal y como si les gustara, mejor, el país violento y su esclavista frase “trabajar, trabajar y trabajar” que escondía esta otra peor: “matar, matar y matar”.
Y, entonces, siendo así las cosas ¿por qué asevero que no se trata de odio contra Petro? La respuesta es tan sencilla como contundente: porque el odio es un sentimiento y una conducta contra una persona detestable (bien podría odiarse, por ejemplo, a Stalin, a Hitler, a Netanyahu o a nuestros genocidas connacionales) y Gustavo Petro no es de esa calaña. En el ámbito político el odio siempre es la manifestación masiva contra alguien que genera profunda repulsión, y esto suele ocurrir cuando ha hecho mucho daño. En cambio, si reparamos la realidad del presidente Petro, encontraremos que todos sus programas están cargados de benevolencias y la mayoría de la gente lo aclama con entusiasmo y agradecimiento. En contraste –tal y como se vio el 14 de noviembre en el plantón contra la reforma a la salud– aquellos que sin fundamentos ciertos manifiestan odiar al presidente, son en verdad muy pocos, y yo diría que, más que odiarlo, estos ciudadanos y ciudadanas, han de ser hampones y temen que se acabe el imperio del hampa.