El exmagistrado Francisco Ricaurte no llegó a la judicatura por sus méritos, que ninguno tiene, sino porque fue el eje de la corrupción más sofisticada. No fue su exclusiva culpa. Toda esta dolorosa situación se produjo cuando se reformó la Constitución en beneficio exclusivo de Álvaro Uribe Vélez y su gobierno impuso la justicia a su medida.
Hasta antes de esa malhadada reforma que reeligió a Uribe, contando con la complicidad de algunos partidos políticos, las altas cortes estuvieron a salvo de la corruptela. Pero en los tiempos tempestuosos de Uribe, fueron agredidos varios togados y el gobierno terminó controlando la Rama Judicial. A través de un circuito cerrado de privilegiados y compadrazgos, en el Consejo de la Judicatura se sentaron unos señores que siempre estuvieron dispuestos a integrar las listas para aspirantes a las demás cortes, con quienes recibían el guiño del Gobierno y los partidos de la coalición. La independencia y autonomía de la Rama Judicial quedó atrapada por un gobierno que haciéndose reelegir rompió todos los pesos y contrapesos. Eso, sin contar con lo que pretendieron con la Fiscalía y lograron.
Si esta desgracia constitucional no se hubiere presentado, jamás habrían llegado a la magistratura Ricaurte, Tarquino, Malo, Pretelt, Bustos y otros más que aún andan por los pasillos del Palacio de Justicia, inclusive los que disfrazados de juristas o profesores universitarios, siendo apenas guaqueros de la jurisprudencia, siguen al acecho de que los nombren. Los astros del mal se alinearon porque en el firmamento apareció el también corrupto Alejandro Ordóñez, el procurador desalojado de su cargo precisamente por haber llegado al mismo en esa comparsa de clientelismo del “yo te elijo y tú me eliges”.
Ricaurte y sus socios de aventura corrompieron la justicia y no les importó ni su propia dignidad. Todavía se recuerda cómo en pleno enfrentamiento de Uribe con la Corte Suprema, Ricaurte, sumiso, se arrodilló ante el cardenal Rubiano, uribista por la gracia de Dios, a pedir perdón porque la corporación era víctima de ese régimen. En ese ambiente de mediocridad y clientelismo, hasta dos magistrados se concertaron para repartirse el honor de ser presidentes de la Corte Suprema así fuera por unos pocos días, todo para que les impusieran la medalla José Ignacio Márquez y gozar vitaliciamente de pasaporte diplomático. Había que compartir el botín.
Por eso y por mucho más, desde esta tribuna opiné que la solución al problema de la justicia debía empezar porque renunciaran los magistrados de todas las cortes y barajar de nuevo. Muchos togados estuvieron silenciosamente de acuerdo, pero el sistema no los dejó expresar su desespero. Mi recordado amigo Carlos Gaviria, como lo muestra el libro El hereje de Ana Cristina Restrepo, entendió que mi propuesta era “casi como un grito de indignación” y tuvo razón. Hoy la reforma judicial está en manos del impresentable ministro de Justicia, Wilson Ruiz, y me temo que nos estamos aproximando cada día más al abismo. Mi postura me ha granjeado furias y rencillas que me suelen cobrar, con mezquindad y prevaricando, los protegidos de este tinglado siniestro, entre otros, los aliados de la exmagistrada del insolente tour por el Caribe, Ruth Marina Díaz, sobreviviente indemne del cartel de la toga.
La tragedia personal que hoy vive Ricaurte no se la deseo ni a él mismo, a pesar de que hizo todo para padecerla. Con varios colegas suscribí la demanda que demostró la forma ilegal como fue nombrado en el Consejo de la Judicatura y por eso tuvo que salir del puesto, para dedicarse a litigar, ultrajando también ese oficio que ejerció valido de la podredumbre que dejó en su paso por las cortes.
No me alegra lo ocurrido, porque en últimas la gran damnificada de todo esto es la justicia, como lo sigue siendo por cuenta de este Gobierno mafioso, corrupto y perseguidor, que también ha hecho cositas en las cortes y de todo en la Fiscalía. La reparación de este inmenso daño no la alcanzaremos a ver quienes lo hemos sufrido, incluidos los miles de funcionarios honorables, hombres y mujeres, que sí los hay en los despachos judiciales donde honran sus funciones. Tendrá que pasar al menos una generación de compatriotas y juristas para enterrar lo que sembró la “Casa de Nari”.