Todos los días escuchamos de los conflictos que se viven en los territorios de Colombia. Por ejemplo, recientemente comunidades de Ubalá en Cundinamarca han bloqueado la carretera para impedir el mantenimiento de la hidroeléctrica de Chivor, que produce cerca del 20% de la energía eléctrica del país, una cifra muy importante y que denota que ante los conflictos y su mala gestión se va a la acción directa, que por supuesto está en los derechos de protesta y participación, y que nos reta a resolver democráticamente las demandas legítimas de comunidades que salen a la acción directa porque algo les duele.
Todas las sociedades viven el desafío de ordenar sus territorios, es una historia vieja y presente, no hay sociedad humana que no luche por territorios y recursos, el reto es que esta lucha tenga cauces sin violencias, imposiciones, respetando las vidas humanas y de las naturalezas que viven en un espacio, espacio que en interacción con comunidades se torna en territorio.
Todas las violencias organizadas que hemos vivido y que persisten han tenido como su principal eje de actuación el territorio, eso es más que evidente en la geografía del horror que nos ha mostrado con rigor y evidencia el capítulo territorial del reciente informe de la Comisión de la Verdad.
Si vamos a muchos territorios de Colombia, encontraremos que su configuración ha estado mediada por violencias y autoritarismos: así se construyó la economía cafetera, así se desarrolló el enclave del banano en Urabá, o el petróleo en Arauca, y ni que decir de la coca en Putumayo, Guaviare o el Catatumbo, muchas economías se han implantado y defendido a sangre y fuego.
Hoy el presidente Gustavo Petro habla de reparar los territorios que han sufrido largas barbaries y sus comunidades que han sido atropelladas y victimizadas por el Estado, las guerrillas, las mafias y los paramilitares. Esta es una deuda pendiente y por saldar.
Este Gobierno tiene entre muchos retos, en medio de los diálogos regionales vinculantes que ha propuesto, el desarrollar una política de ordenamiento democrático de los territorios, lo cual implica contar con normatividad, mecanismos de acción y en últimas de una política pública que dé garantías de que los territorios puedan gestionar su desarrollo con posibilidades reales de llevar adelante el Estado social y democrático de derecho que nos define constitucionalmente y que no ha sido realidad para muchas comunidades y territorios.
Por supuesto tenemos experiencia y desarrollos normativos, pero sin duda que falta cualificación y en muchos casos cambiar de rumbo para garantizar que la vida no sea atropellada y los legítimos intereses de comunidades y de actores diversos de la economía puedan convivir sobre criterios muy precisos de lo que es posible hacer y no hacer en un territorio.