Lo que ha venido sucediendo en Colombia desde el 28 de abril es un multitudinario estallido político. Es cierto que en primera instancia es un estallido social, cuyo detonante fue una medida del gobierno central que tocaba el bolsillo de sectores populares y de clase media, junto a un malestar acumulado por el mal manejo de la pandemia. El carácter social se percibe en las reivindicaciones, la espontaneidad, la desorganización. Pero el signo político se expresa en el unánime antiuribismo que impregna todas las manifestaciones, desde las más pacíficas marchas, cacerolazos y velatones hasta los bloqueos y barricadas. Antiuribismo que se exacerba por la represión que deja decenas de muertos, tuertos y desaparecidos.
Para un joven de 20 años o menos, lo único que ha conocido como experiencia política es ver a un señor hacendado que, no contento con haber sido presidente durante dos períodos, se ha negado a retirarse de la política y ha querido hegemonizar la conducción de la nación convirtiendo a Colombia en su finca particular. Son casi 20 años de autoritarismo, corrupción, genocidio, plutocracia, saboteo a la paz y una visión conservadora de la vida. Un régimen vertebrado por un modelo económico neoliberal que a veces lograr crear espejismos cuando hay bonanza de los commodities, pero fracasa rotundamente cuando las vacas flacas revelan la precariedad de las clases medias y la marginalidad de los sectores populares urbanos, campesinos e indígenas en contraste con los privilegios de las élites.
“Si la izquierda no es capaz de marcar la diferencia en el ejercicio de una parcela de poder, entonces no es izquierda”.
Resulta claro entonces que la rebeldía popular a lo largo y ancho del país confronta al gobierno nacional de extrema derecha, que ya ni siquiera es bien visto por Estados Unidos, dado que el uribismo también se entrometió en la política interna de ese país ubicándose del lado de Trump… y perdió. El uribismo tiene un panorama oscuro de cara a las elecciones de 2022 y evidencia peligrosos signos de desesperación. Pero lo que es oscuro para Uribe es luminoso para la nación. La defectuosa democracia colombiana podría estar ad portas de una revitalización si por primera vez en la historia se logra la alternancia en el poder ejecutivo, como señalamos en pasada columna.
Sin embargo, hay un hecho que pareciera no encajar en toda esta coyuntura. La ciudad de Cali, gobernada por el partido verde, ha sido el epicentro de la explosión social y política. El partido verde es un cascarón de avales a diestra y siniestra, carente de proyecto político y que amalgama a diferentes sectores, unos de centroizquierda, otros de centroderecha, y por tanto está atravesado por una fractura tectónica que genera sismos recurrentes. Su personería jurídica es una especie de propiedad privada de Carlos Ramón González Merchán, un santandereano de bajo perfil que tuvo rango militar en el M-19.
El alcalde de Cali, Jorge Iván, es uno de los hijos de Iván Marino Ospina, aguerrido comandante del M19 tras la muerte de Jaime Bateman Cayón el 28 de abril de 1983. Iván Marino era lo que en el argot militar se denomina un “tropero”, y no servía para “tirar línea”, función que cumplía Álvaro Fayad Delgado. Tanto así que en unas declaraciones “metió la pata” en una época en que el M-19 vivía un conflicto interno entre “los históricos” y “los académicos” (tema que trabajo en ponencia sobre esta organización). Como resultado, Iván Marino fue degradado por la Novena Conferencia del M-19 de comandante No. 1 a No. 5, el puesto más bajo dentro del Estado Mayor. Esto sucedió durante la tregua y diálogo nacional, en febrero de 1985. Pocos meses después se rompió la tregua tras el atentado contra Navarro Wolff y unas semanas más tarde Iván Marino cayó combatiendo heroicamente en el oeste de Cali, cuando fue cercado en una casa por los lados de la Circunvalar.
Jorge Iván Ospina era un adolescente en ese trágico momento y como resulta evidente, no heredó la combatividad de su padre ni su proyecto político. Se dice “es que los tiempos son distintos”, que “el alcalde representa la institucionalidad”, que “Colombia es centralista y los alcaldes no tienen poder sobre policías y militares” y otros pretextos similares en el intento de justificar su mediocre actuación. Y es aquí donde entra la pregunta: ¿para qué sirven las alcaldías de izquierda?
Si la izquierda no es capaz de marcar la diferencia en el ejercicio de una parcela de poder, entonces no es izquierda. Jorge Iván Ospina no se desmarcó del gobierno de Duque y Zapateiro, no mostró liderazgo, no supo interpretar los anhelos populares, evidenció que sus alcaldías no echaron raíces ni sembraron conciencia y organización en el corazón del pueblo caleño. Eso sucede porque se asume el puesto de alcalde como un cargo burocrático y no como un liderazgo popular para transformar la sociedad desde sus bases. Debió ponerse del lado de la pueblo, pero fue ambiguo, pusilánime, vacilante. Ospina fracasó. Si lo maniataron, debió renunciar. Le faltó grandeza.
No es un caso único. Basta ver la deriva política de algunos personajes supuestamente de izquierda que fueron alcaldes o gobernadores: Bernardo Hoyos y sus compinches, condenados por corruptos echaron a perder cualquier opción alternativa en Barranquilla por una generación y abrieron paso a que el charismo hegemonizara la ciudad y la región; Angelino Garzón, se derechizó hasta el punto de volverse uribista; Antonio Navarro Wolff, se dice que hizo unos gobiernos decentes, pero eso es lo mínimo que se espera de un gobernante y ahora se descafeinó.
La verdadera izquierda es la que tiene un proyecto de ciudad para gobernar desde una alcaldía o un proyecto de nación para gobernar el país. Muchos gobiernos alternativos locales han sido flor de un día, amagos de viraje, estériles para la transformación profunda. Sólo Bogotá Humana mostró un proyecto de ciudad incluyente del siglo XXI contra viento y marea. No es casualidad que Gustavo Petro sea hoy opción real para inaugurar la alternancia en Colombia.