El largo mes de Julio de 2021 ya entregaba sus papeles y solo faltaba una semana para que Juan Chuchita cumpliera sus primeros noventa y un años, cuando empezó a recoger sus pasos.
La más sorprendida y a la vez frustrada fue su hija Emérita, la luz de sus ojos, quien andaba arreglando los preparativos para el cumpleaños número 91 del gaitero mayor con todas las de la ley, como es debido, con una rueda de gaitas, el acordeón de Yeison Landero y muchos regalos, lo que ya era una fecha instituida. Pero el seis de Agosto no llegaría nunca para él y el trago, la comida y la música iban a quedarse servidos para siempre.
El propio Chuchita fue consciente de que no duraría dos días más. También lo supo su mujer y todos sus hijos. Los hombres creyentes saben que antes de morirse hacen un recorrido por los caminos de la vida para recoger sus pasos. Lo intuyen. Lo saben. Juan Lara, el viejo gaitero hembra, lo intuyo atravesando el desierto de Siberia en un tren. Viajaba triste en el último vagón, sin empujarse un buche de ron, porque deducía que iba a perderse en esas lejuras sin referencias ciertas, cuando regresara a recoger los pasos.
Y Juan Chuchita lo supo dos días antes del 29 de Julio, porque amaneció con el cuerpo molido y los pies empollados, con llagas de sangre, como si hubiera pisado brasas o recorrido a pies descalzos todos los contornos del cerro de Marco, tras la caza de muchos venados ariscos, porque la caza de animales silvestres fue una de sus actividades productivas en sus años mozos, antes de que la Guacharaca y golpear la tambora lo sacaran del campo. Antes de encontrarse con la fama.
Ese día anterior de su partida, Juan Alberto no se pudo levantar de su hamaca, pero su voz clara y severa, la misma que le dio la fama, se escuchó en todo el rancho. La noche anterior había estado de cacería con todos sus difuntos y los fue mencionando uno tras otro. Cazó zainos con Juan Lara, saboreaba la Mica prieta de Toño Fernández y pudo enjaular el mochuelo pico e maíz con Joche Pulga.
Chuchita antes de ser músico fue cazador y dos días antes de su muerte trepó Montes embarbascados tras unos animales de monte. El recorrido fue muy grande, porque Juancho terminó muy cansado, pero satisfecho. Ya estaba listo para entregar sus credenciales. Dios podría llevárselo cuando quisiera.
Sus hijos lo revisaron de pies a cabeza y hallaron en las plantas de sus pies ampollas de sangre, como si Chuchita hubiera caminado todos los Montes de María a pie descalzo durante las últimas noches.
Dos días después, despuntando la mañana del 29 de Julio, cerró los ojos para siempre. Murió tranquilo, en su hamaca, en su casa de palma y de muerte natural. Murió en paz con Dios, con su familia y la naturaleza, pero no del todo con su pueblo.
Juancho se fue rabioso con algún sector de la dirigencia de San Jacinto y así lo hizo saber el día de su concurrido sepelio, que se desbordó por las calles, adelantando los festejos por su cumpleaños y el de San Jacinto, como si se hubiera celebrado una cabalgata. La gente se emborracho y le perdió el miedo al COVID 19. Muchos se quitaron el tapabocas para cantar su despedida.
Cuenta una de sus nietas que Juan no quería que llevarán su despojos mortal ni al museo, dónde estuvo 40 minutos, ni a la Iglesia. Cuando el desfile mortuorio viró al museo, las seis personas que cargaban en sus hombros el ataúd, tuvieron que ser reemplazadas. Chuchita sólo pesaba unos 40 kilos, porque siempre fue delgado y la enfermedad de los últimos días, más la cacería en la recogida de sus pasos, lo dejaron casi en los huesos, de modo que entre su casa y el museo, quienes lo llevaban no sintieron cansancio. Sólo al llegar al museo se hizo el pesado y quienes lo cargaban tuvieron que pedir ayuda para ser relevados. Su cuerpo macilento, envuelto en la bandera del Municipio, de repente pareció de piedra.
Del museo a la iglesia, que sólo son doscientos metros, hicieron cuatro turnos, porque cada vez pesaba más. Y en la medida que avanzaba al cementerio de La Gloria, era más pesado.
Mucho antes de su muerte, le había pedido a su nieta Yaisid que lo acompañara bailando.
Fue un trayecto muy duro, el llanto de sus mujeres, entremezclados con el lamento de una gaita corrida, el repiquetear de las campanas, y el abrazo de su pueblo, recordaron la muerte de Teófilo el Gaitero, un jueves por la mañana.
Un repique de campanas anunciaban la tristeza de su pueblo.
Juan Chuchita se había vuelto pesado en el tránsito a la leyenda.