Esto de la ‘raizalidad’ es simple, de hecho, la misma palabra es su propia definición. Difiere de la pregunta ¿de dónde es usted? Soy, respondo, del lugar en donde caí de la bicicleta, di mi primer beso y me enfrenté a trompadas con mi mejor amigo de la infancia. Esos siete primeros años formaron una impronta en mi cerebro infantil, imborrable (y envidiable).
Pero no, no soy un raizal –nací en la capital del país– de donde podría escribir dos párrafos. A cambio, escribiría de mi vida en el archipiélago, más de un par de libros con el seudónimo de Sanchesson, según me rebautizó el historiador Samuel Robinson.
Volviendo al tema, la raizalidad no excluye la nacionalidad, para nada y todo lo contrario, reafirma la grandeza de un país multicultural, multicolor, multilingüe, rico en cultura.
Hasta ahí vamos bien. Lo jodido del cuento está en que este país centralista lo entienda. Si fuese por ellos, nuestro insigne historiador se llamaría Samuel ‘Sobando hijo’, así como Perry’s Hill terminaría siendo Perejil.
Ser región de una Colombia multicultural nos costó mucho. Una hora de sueño con el horario centralizado porque se vive en el meridiano 82 a doce grados de diferencia de la capital del país y con la imposición de la doble jornada laboral se fue por la borda la agricultura tradicional. ¿A qué horas el raizal atendería sus cultivos?
Costó gran esfuerzo para ser bachilleres de instituciones educativas excluyentes de la lengua creole, costó la pérdida de propiedades con las firmas de escrituras públicas en un idioma desconocido, entre otros impactos más.
La imposición del ‘colombianismo’ costó y sigue costando gran parte del lazo fraternal con Nicaragua, país al cual se acudía en razón de su cercanía durante trescientos años, en busca de insumos, alimentos o servicios médicos.
Literal, la embarrada, ese colombianismo que aún se niega a comprender lo vulnerable de este archipiélago en medio de un mar cambiante, en el cual cada año es más fuerte y en mayor cantidad de eventos durante la temporada de huracanes.
También nos costó dos islas completas: Providencia y Santa Catalina, nos costó parte del costado suroeste de San Andrés y nos seguirá costando a una tasa de cambio climático cada vez más usurera. A pesar de lo anterior, la palabra resiliencia tan solo la pronuncia el presidente Gustavo Petro.
Ni hablar de los otros ‘desastres’ y elefantes blancos que con cada periodo electoral cambia de actores más no de la fatídica enfermedad que carcome al país: la corrupción. Mientras las vacunas de una serie de ‘ias’ cuál coro de canto al mejor estilo de «ciego, sordo y mudos» esculcan la contratación de algunos títeres de turno, en una isla que se desbarata por falta de infraestructura en un sistema de explotación turístico extractivo.
Sí, soy un ‘pañaman’, con corazón de coco y agua de mar en las venas, hijo adoptivo de estas islas, un Sanchesson a mucho honor, que, aunque fuese un raizal no comprendería los porqués de estos capítulos en esta historia incomprensible.