En la lejanía de esos recuerdos que se resisten al olvido inevitable del tiempo, cuando aún el Río era libre, cuando aún podíamos verlo, tocarlo, contemplarlo y amarlo; cuando ese Río inmenso nos brindó riquezas y alegrías con sus barcos de vapor que lo surcaron y sus estelas herían dulcemente sus aguas turbias, que al atracar en puerto, hervía de gente ávida de ganas, de ver qué podían lograr.
Ese Río, si, ese Río, que alguna vez desvío su curso para pasearse por Magangué y bañarla, como una madre baña a su hijo incapaz de hacerlo por sí mismo. Hoy ese Río está eclipsado, eclipsado por personas que han usurpado sus playas y playones, que en el ayer lejano cobijaron lanchones y lanchas que se dormían al amparo de una luna mágica, única, enternecedora, una luna magangueleña.
El comercio del Viejo Puerto era descomunalmente gigantesco, tiempos en que la palabra era el sello Real de los negociantes que hora tras hora arribaban a sus orillas, donde los braceros descargaban toda clase de mercancía de los remolcadores a los depósitos, los cuales se apostaron al frente de sus aguas y se confundían en la multitud hirviente que florecía entre olores de aguardiente y collas, orines y grajos, y era también rebusque de malandrines que pululaban por la Albarrada.
Por esa calle circulaban los vehículos de servicio público, Jeeps, con un lento andar por la cantidad de gente atravesando de un lado a otro, y cuyos conductores fueron famosos: El Tigre que usaba una melena larga y un bigote a lo Javier Solís, el chueco Yúnez, era bajo y robusto, cabezón, y dotado de una portentosa voz, un vozarrón, y jamás usó el pito, porque cuando alguien se le atravesaba en su camino, en vez de pitar, sacaba medio cuerpo con el carro andando y exclamaba a todo pulmón: ¡APÁRTATE HIJUEPUTA QUE TE LLEVO, NOJODA! y soltaba una carcajada infernal, estridente, que ensordecía y era la algarabía de la gente; el Potoco, era chofer exclusivo, junto con Marquito el jorobado, de las putas del barrio.
El Barrio, así era conocido ese lugar ubicado en la calle 15 entre carrera 25 y 26 del barrio Santa Rita, zona de tolerancia, cuyas casas eran regentadas por matronas elegantes como Rocina Acuña la mujer que inventó el pelo rojo, Sonia Legarda “la pelúa”, dónde noche tras noche tocaba Aníbal Velásquez, allí, Joseito, su hermano, compuso la canción “A Magangué” que salió en el año 1968, del LP titulado El Consejo, del sello Fuentes, amarillo, Aníbal fue novio de Sonia, eso me lo contó Kike Rodelo; Celia Quiróz, El Yuya, Huracán. Cada negocio tenía sus cantantes y orquestas de planta: Los Tremendos con Jesús M Leal, Rodolfo Aycardi y otros.
Cualquier día estaba comprando unas correderas e hilos para mi mamá, quien ejerció el oficio de costurera, en la Cacharrería Medellín de Jaime Zea, y no me atendieron en el momento porque se formó un barullo en la puerta de la cacharrería. Al ver que en esa puerta estaba don Jaime, con sus gafas oscuras, su bigote negro, elegante, su pelo negro engominado y con las manos atrás, en señal de respeto; mi mente se imaginó un sepelio. No! Era Sonia quien estaba exhibiendo a las nuevas mujeres que tenía su negocio.
Mis ojos vieron a las hembras más hermosas jamás vistas, “altas, elegantes y de buen vestir, de mirada esquiva y falso reír”, caminando por las polvorientas calles del centro y parando cuanto aparato mecánico funcionara, saludando con la mano y con una sonrisa pícara viendo la impaciencia en la bragueta de los comerciantes. Porque no solo el viejo Jaime se asomó, había un silencio sepulcral y miradas cómplices en todas las puertas de los almacenes.
Fueron 15 largos y pesados minutos, más o menos, cuando Pasado el estropicio, todo volvió a la normalidad, los relojes volvieron a andar, los abanicos batieron más aire, las radios se encendieron otra vez, las voces se escucharon de nuevo, los pájaros reanudaron su vuelo y don Jaime volvió a respirar y resopló sentándose pensativo y mirando el techo.
Y yo, después que me atendieron, salí despavorido, impaciente detrás del cortejo de beldades para seguir admirándolas, pero, ya se estaban embarcando en los Jeeps del Potoco y Marquito y se alejaron, dejándome abandonado a mis insanos pensamientos de niño.
Miré como los carros se perdían en la distancia y los seguí porque el aroma de perfumes caros que desprendieron sus cuerpos de curvas voluptuosas, era insoportablemente hechizador.
Seguí caminando absorto y enamorado de todas y cada una de esas bellas putas, de pronto me ví al frente del almacén más famoso que tuvo Magangué y toda la comarca “El Iris”, y perpendicular a él se veía el Río en toda su poderosa majestuosidad, misterioso, embrujador y abierto a ser navegado; el Río aún no tenía dueño, era de todos, no lo habían eclipsado.
Y seguí el aroma perturbador de los perfumes que embriagan mi mente, cuando de pronto voces altisonantes y música de fondo, risas, chocar de vasos, el plop del destapar de una botella: estaba en el Café Imperial.
Sitio predilecto para hacer y cerrar negocios. Siempre estaba lleno, tanto, que cuando el Capitán González, mi papá, me llevaba con él en las mañanas de los tiempos idos, nos sentábamos y él pedía 2 tintos, a eso de las 08:00 el gentío era atronador, ya casi no había espacio, olía a cigarrillo, a humo, a aguardiente y café, a baño recién lavado, y de pronto cruzando el Río, un Remolcador sonaba sus pitos, que tenían la fuerza suficiente para enmudecer hasta el silencio. Y me salí a contemplar esa poderosa embarcación remolcando 8 botes, acomodados de a par, uno al lado del otro. Es una costumbre que no olvido e iba acompañada por el trasegar constante del fluido tráfico fluvial. Aún podíamos ver el Río, todavía no se lo habían robado.
Crucé el Imperial porque ya el perfume de mis putas se difuminó en las paredes y pintura de los edificios.
Salí por la otra puerta, a la carrera 3, para estrellarme con el café Acapulco, allí, el que agarraba un taco debía ser ducho en el arte del pool.
Entregué a mi vieja el mandado y aún tenía en los ojos a esas bellas mujeres, que parecían mandadas a hacer.
Hoy, ya no existe El Barrio, y el Río tampoco. No lo vemos, está secuestrado entre cantinas de mala muerte y mujerzuelas que se venden al peor postor, no tenemos puerto, somos un puerto sin puerto, el Río se perdió de vista, cualquiera construye prostibulos en sus riberas, ya el puerto no tiene el sabor y el olor de antaño. El Río está pidiendo ayuda.
SUELTEN EL RÍO.