Un bobo con suerte Por: GONZALO GUILLÉN

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Iván Duque, el nuevo presidente de Colombia, es un bobo con suerte. Uribe lo descubrió por casualidad en una universidad gringa a la que ambos concurrieron –cada uno por su lado– con el ánimo de tratar de hacer un diplomado para inflar sus correspondientes hojas de vida.

Duque no tardó en convertirse en aseador, masajista, barrendero, lavandero, maletero, amanuense y chofer de Uribe, al que se refiere siempre como “presidente”. “Sí, presidente”, “Como ordene, presidente”, “cuando usted quiera, presidente”, “espero sus órdenes, presidente”…

Uribe, entonces, lo acoge como lacayo multifacético ad honorem y poco después lo lleva en su lista al Senado de la República, en donde, con su entrega servil probada, se gana el corazón del jefe, a pesar de que el padre de Duque (también llamado Iván Duque) 40 años atrás hubiera puesto el grito en el cielo porque Uribe se había dedicado a servir los intereses de la mafia siendo director de la Aeronáutica Civil, cargo al que llegó por petición de Pablo Escobar y recomendación del cacique liberal Bernardo Guerra Serna.

Uribe sabía que quien ya era su obsecuente verruga política desconocía o fingía desconocer las graves denuncias que le había hecho su ya difunto padre, el que, valga recordarlo, no era tampoco ninguna perita en dulce, ni cosa parecida: desfalcó el estatal Banco Popular con una familia de pícaros de Girardot, también de apellido Duque, y en 1985, siendo ministro de Minas, se negó a atender la recomendación de sabios vulcanólogos alemanes en el sentido de evacuar la población de Armero –Tolima– para evitar la mortandad que estaba por causar una avalancha, producto de un inminente deshielo del Nevado del Ruiz. Deliberadamente, Duque no hizo nada y dejó morir a 30 mil personas en la noche del 13 de noviembre, mientras oían los llamados a la calma ordenados por el ministro.

Del otro Duque, la verruga política de Uribe, nadie sabía nada hasta hace muy poco. Ni siquiera que Uribe lo había mandado a una reunión secreta en Brasil con Odebrecht, presumiblemente para transar un chanchullo, y que de vuelta compró un apartamento en Washington, hoy alquilado a un burócrata peruano del BID que paga puntual pero ese dinero Duque no lo reporta a la administración de impuestos.

Solamente en el congreso tenían una vaga idea de Duque, si bien lo veían circular sin falta, pegado a Uribe, como una verruga, en su papel incansable de criado doméstico.

Duque sometió su abyección a las pruebas más duras y de un momento a otro resultó de candidato presidencial de Uribe. Lo mismo que el emperador romano Calígula cuando de repente nombró cónsul a Incitato, su cosquilloso caballo de carreras, nacido en Hispania. Además, le puso al animal 12 sirvientes.

Anoche ganó Duque, el Incitato de Uribe, del que no sabemos nada: apenas acaba  de mostrar a sus tres niñas y a su esposa, una señora rolliza y asustadiza, de unos 40 años, de expresión anónima y apariencia de ama de casa abnegada, fervorosa y servicial.

Duque es tan poca cosa que en su cabeza de canas teñidas, cejas depiladas y sonrisa aprendida, no cabe la idea de traicionar a Uribe para maniobrar desde la presidencia por cuenta propia. El plan secreto de gobierno, diseñado por Uribe en sus noches de ira, Duque lo conoce mejor que el preparado para la campaña electoral por la agencia de publicidad. Sabe que desde el 7 de agosto próximo deberá comenzar a cobrar una lista interminable de venganzas programadas por Uribe –muchas de ellas sangrientas–, contra quien la justicia tiene centenares de expedientes penales abiertos por delitos de lesa humanidad. Es por eso que las altas cortes serán abolidas por Duque –mandado por Uribe–, como ya lo prometió de manera reiterada. Solamente quedará una, conformada con magistrados escogidos por Uribe. Lo demás será firmar licencias y negocios estatales con los que Uribe y los suyos se harán todavía más ricos, impunes y poderosos de lo que ya son.

Duque solamente tiene que hacer lo mismo que viene haciendo desde cuando Uribe lo encontró en una universidad de Estados Unidos y decidió convertirlo en su aseador, masajista, barrendero, lavandero, maletero, chofer y amanuense.

Pronto, desde el despacho presidencial se oirá a diario la voz dócil de Duque: “Sí, presidente”, “como usted ordene, presidente”, “cuando usted quiera, presidente”, “espero sus órdenes, presidente”…

No hay duda: Duque es un bobo manso y con suerte.

 


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