La función de la moneda, desde que fue creada, ha sido principalmente comercial. El uso de las monedas viabilizó las negociaciones comerciales disminuyendo la carga de mercancías en el mercado hasta en un 40%. De hecho, las monedas remplazaron a bultos de harina, sacos de sal, carneros y ovejas, y hasta delicadas y pesadas ánforas colmadas de vino o de aceite.
La organización en torno a un centro urbano, desde el cual se dominaban todas las acciones comerciales legales, garantizaba la fiabilidad en los trueques, de modo que podían recibirse, a cambio de unas lonjas de jamón seco, unos diminutos círculos de cobre martillado; o a cambio de una Pecua –así llamaban a la unidad de ganado en la antigua Roma– una simple pecunia, como se denominaría a la unidad monetaria.
Efectivamente, las primeras monedas romanas eran de bronce y cobre, y las discriminaban en su valoración por el peso y las impresiones de animales y objetos que tuvieran. La primera moneda romana, al parecer, se imprimió y selló hacia el año 280 a.C., y el nombre de “moneda” proviene, según el numismático Enrique Rubio Santos, del templo Juno Moneta (la diosa amonestadora), porque junto a éste quedaba la ceca romana: el lugar donde se fabricaban y acuñaban las monedas.
En fin, la sociedad romana mantuvo una actividad monetaria basada en unas cifras estándares, como el sextante, el triente, el denario, el pecunio y, el más caro entre ellos, el denario argentum, que era la moneda que el Imperio usaba para sus negocios mercantiles que superaban las de cualquier comerciante privado.
Con todo, en la antigua Roma, además de animales y objetos, también empezaron a acuñarse monedas con la silueta o efigie de gobernantes. Pese a ello, no se trataba de una gratuidad frívola, sino, por el contrario, significaba la afirmación de un hecho relevante: lo primero que pensaban los gobernantes romanos cuando se les proclamaba al trono era precisamente en eso, en imprimir una moneda con su efigie.
Así, buena parte de los gobernantes, desde el mismo inicio de la acuñación de monedas –cuya perfección, podría decirse, se alcanzó hacia el año 237 a.C.– hasta tiempos del Emperador Justiniano I, cumplieron con tal deseo. Eso era, además, lo que el pueblo esperaba, porque la impresión de monedas significaba la circulación de éstas, para lo cual —consideramos que obedeciendo a una estrategia promocional de su propio nombre— los mandatarios no dudaban en repartir dádivas en denarios y sestercios, en demostración de la existencia y desarrollo de políticas de asistencia al pueblo y, principalmente, en procura de no ser acosados, al menos al comienzo de sus gobiernos.
De tal suerte, en esa primera etapa de empalme e instalación, los emperadores se despreocupaban de las críticas y opiniones del pueblo, y removían altos militares de sus cargos de autoridad, nombraban funcionarios en puestos administrativos sin el cumplimiento de los requisitos, mientras la gente se distraía tomando vino, comiendo pan y jamón seco; en fin, disfrutando la fiesta, que era algo muy fácil de encender en el espíritu de los romanos.
En tal sentido, las monedas tenían el objetivo perverso de distraer –en su acepción peyorativa– al pueblo, y cuando por cuenta de la falta de dinero este salía de su obnubilación carnavalesca era demasiado tarde, pues los gobernantes, para entonces, ya tenían todo bajo control. Aun así, llama la atención que, en dichas monedas acuñadas para enceguecer al pueblo, los emperadores imprimieran su imagen, en vez de animales y objetos, en una clara demostración de sus ambiciones de popularidad, haciendo de su rostro una propaganda política codiciable.
No obstante, con la caída del Imperio romano, las monedas dejaron de usarse para tales fines. Solo hasta el siglo XX volvió a reaparecer en términos no comerciales el formato de la moneda. Aprovechando la rapidez en la propagación comunicativa, comenzó a usarse para hacer memoria de hechos históricos célebres, con acuñaciones de monedas recordatorias como, en el caso de Colombia, la moneda conmemorativa de la Batalla de Boyacá, o la moneda conmemorativa de los Juegos Panamericanos de Cali.
De hecho, la ley 31 de 1992 le permite al Banco de la República “la acuñación en el país o en el exterior de moneda metálica de curso legal para fines conmemorativos o numismáticos, previstos en leyes especiales, establecer sus aleaciones y determinar sus características”.
Por todo lo anterior, llama la atención la gran moneda de Duque; porque, siendo estrictamente protocolaria –una suerte de suvenir para los visitantes ilustres de la Casa de Nariño–, se aparta de la tradicional utilidad de la moneda. La de Duque pareciera la versión más inútil de todas, pues no va a ser aprovechada ni en un céntimo por el pueblo, como sí fueron aprovechadas las que distribuyeron Calígula o Nerón. Ni tampoco es conmemorativa, pues solo hace referencia al periodo de mandato de Duque cuando este ni siquiera ha finalizado, lo cual es una condición sine qua non de lo memorable.
Bajo tales presupuestos, los fines de la moneda de Duque parecieran reducirse a lo propagandístico. Aunque su moneda no registre su efigie –imagino que por una intuitiva y fina recomendación de su asesor de imagen–, sino apenas su firma, la moneda de Duque pareciera encerrar únicamente su narcicismo.